Sobre la Violencia (Primera Parte)

Memorial de América Latina de Oscar Niemeyer, emplazada en el museo de Arte Moderno de Sorocaba, Sao Paulo.

por Marcelo Colussi/Guatemala.

La violencia no es un cuerpo extraño que nos invade, algo explicable desde lo psicopatológico: está en la constitución misma del fenómeno humano. Se la encuentra atravesando toda la cotidianeidad. Va indisolublemente de la mano de los conceptos de conflicto y poder. El parapeto que puede minimizar su presencia es la ley; es decir: un código consensuado que establece normas de convivencia. La ley, que no siempre y necesariamente es justa, ordena el mundo. Pero las leyes, en tanto instituciones que norman la vida, cambian a través del tiempo. No hay leyes inmutables, eternas; lo que sí, es imprescindible que existan para inaugurar la dimensión humana. Su ausencia es el primado de la violencia. En la actualidad, si bien se avanzó mucho en materia de legislaciones que regulan el comportamiento humano, la violencia sigue estando siempre presente, a través de distintas manifestaciones y con efectos en todos los casos nocivos. El mundo es más complejo que «buenos» (no-violentos) y «malos» (violentos). Hay que entender la violencia en el marco de la conflictividad que marca todo el fenómeno humano, con el poder como un eje dominante.

  1. ¿Por qué la violencia?

La violencia es algo presente cotidianamente entre los seres humanos. Tenemos una tendencia a identificarla con acciones físicas concretas: un puñetazo, un golpe, un balazo. Su expresión más elocuente, más descarnada es, seguramente, la guerra. Pero sin ningún lugar a dudas hace parte constantemente de la vida social. Si hablamos del ser humano, necesariamente hablaremos de la violencia.

«Violencia» es una noción que manejamos a diario en cualquier aspecto de la vida, y siempre ligada, de una u otra manera, a «fuerza», a «poderío», a «conflicto».

Sin que esto sea una justificación de nada, es sabido que las relaciones humanas conllevan una disparidad de origen, estructural: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, dirigentes y dirigidos. Esa estructura de las relaciones implica siempre una diferencia, un conflicto: hay, desde el inicio, una relación de jerarquía entre unos y otros. La estructura de lo real, sin más, es conflictiva; esto es, constituída originariamente por el conflicto, por la lucha entre contrarios. Lo que las ciencias sociales o el estudio de cualquier período histórico enseñan es que toda vinculación interhumana presenta esa forma: hay relaciones de poderío, intereses en pugna, independientemente de las voluntades individuales. A su vez, esto se apoya en el ejercicio de una forma de violencia intrínseca. La armonía, la concordancia y la superación pacífica de las diferencias son aspiraciones, necesarias sin dudas, pero que no pueden ir separadamente de su contrario, teniendo implicada siempre la violencia como horizonte posible.

La violencia no es sólo expresión física: balazo, ojo morado o profusión de sangre; adquiere muy distintas formas, incluso puede ser refinada y sutil. Sin necesidad de estar en guerra todos los días muere innumerable cantidad de seres humanos en hechos de violencia de la más variada índole: atropellados por un vehículo conducido por una persona alcoholizada, o solitariamente por una sobredosis de droga, o de hambre. Esto es contundente, lapidario: muere infinitamente mucha más gente por hambre que por causas bélicas (20,000 personas diarias, más que por cualquier enfermedad. En esto, la curva epidemiológica no se aplana nunca). Hay ahí una violencia implícita, subterránea, definitivamente más mortífera que cualquier conflicto armado declarado; y paradójicamente sus efectos no entran en las estadísticas que hablan de la violencia. De hecho, las muertes por hambre no se registran así, sino que se maquillan. Pero habiendo más comida de la necesaria para alimentar a toda la humanidad (40% más se estima), el hambre sigue siendo la principal causa de muerte de seres humanos. ¿No es eso una violencia implícita en las sociedades?

Por otro lado, sin hablar ya de muertes, cotidianamente asistimos a situaciones violentas altamente dañinas: chantajes, acosos, abusos deshonestos, falsificaciones de las más variadas, el transitar por una ciudad populosa a una hora pico, o soportar el ruido ensordecedor de la grabadora de mi vecino en un momento inapropiado. Además, el desastre medio-ambiental que cada habitante del planeta padece, o las irritantes y explosivas diferencias económico-sociales entre la gente ¿no son otras tantas formas de violencia? ¿No lo son también cualquier expresión de discriminación: étnica, religiosa, cultural?

La violencia física y psicológica entran naturalmente en la crianza de los niños, en la educación formal, en las relaciones de pareja, y aunque de hecho estas circunstancias pueden estar –y lo están a veces– tipificadas como actos delictivos, en una inmensa mayoría de casos son asumidos como «normales» culturalmente. La circuncisión (la masculina, y ni se diga la femenina, dirigía a evitar el placer sexual, en el entendido que eso debe ser solo un privilegio varonil), por mencionar alguno, junto a una infinidad de ritos iniciáticos que puede encontrarse entre las diferentes culturas, apelan a mecanismos violentos, pese a lo que no dejan de ser parte de la cotidianeidad aceptada.

La violencia está entre nosotros, a diario y en todas las facetas, aunque en principio no se haga evidente dado que tendemos a asimilarla con hechos físicos. No es un «cuerpo extraño» que nos ataca: es parte de nuestra cotidiana normalidad. Baste para comprobarlo una rápida mirada a nuestro alrededor: el juego de los niños –agresivo, despiadado a veces, pero no por ello menos inocente–, o el placer que pueden encontrar descuartizando un insecto; los chistes morbosos, la forma en que pueden ser objeto de burla los discapacitados o algunos estereotipos de conducta social que no necesariamente apelan a la coacción física (el machismo, el verticalismo en el mando), la forma en que algunos conducen un vehículo no respetando normas, el acoso sexual de –generalmente– un varón que ocupa un lugar de mayor poder hacia una subordinada mujer, o el cántico de las porras entre equipos rivales, son todas formas de violencia que modelan la vida social.

Dicho de otra manera, junto al entendimiento y la tolerancia, la agresividad es igualmente constitutiva de las relaciones humanas. El linchamiento, ¿por qué ocurre si no es porque esa vena agresiva anida dormida en cada uno de nosotros? Obviamente no es patrimonio de sociedades «atrasadas»; en Estados Unidos, que recientemente tuvo un presidente afroamericano, hace no más de cinco décadas los grupos raciales supremacistas aún linchaban personas de color, no olvidarlo. Y hoy día construyen muros infranqueables para evitar la llegada de «indeseables» migrantes, o los corre en la frontera como en la peor película de vaqueros imaginable. La violencia, sin dudas, ocupa el paisaje humano por donde se mire.

La armonía, la paz, la concordia, son aspiraciones. Por cierto que absolutamente necesarias para vivir, para desarrollarnos, para crecer. Pero la dinámica humana está marcada por ese interjuego entre armonía y violencia; la vida no es precisamente un paraíso (el único paraíso es el perdido). Oponer a la violencia, en tanto elemento supuestamente pérfido y malvado, un reino de la felicidad y una ética de la bondad es, como mínimo, ingenuo. Toda la cultura humana, la edificación social, la civilización en su sentido más amplio, no es sino una forma de asegurar la convivencia entre la gente garantizando el no recurso a la violencia. «Si quieres la paz prepárate para la guerra» decían los romanos del Imperio; dos milenios después, las cosas no han cambiado mucho en sustancia.

Que la violencia haga parte de la misma constitución intrínseca de lo humano, no significa que sea de orden natural. No queremos decir aquí que la violencia sea de carácter «instintivo»; se la encuentra en el fenómeno humano tanto como el amor o la solidaridad. Esto significa que la naturaleza humana es siempre convencional, depende de las relaciones que se establecen entre los seres humanos y no queda explicada por causas solamente biológicas. Hay un sustrato físico-químico primario, pero esto no da cuenta del por qué de la violencia humana. Los animales matan para sobrevivir, conducta regida por los vericuetos del instinto. En el reino animal no hay «maldad». Entre los humanos, las cosas son distintas.

Pero los seres humanos no nos violentamos para asegurar nuestro alimento; las armas no están sólo al servicio de la cacería (de hecho es para lo que menos se utilizan. ¿Para qué necesitamos hoy más de 15,000 misiles intercontinentales con carga nuclear?). No hay determinación genética que explique el por qué de la guerra, o del chantaje, de la tortura o del racismo. Estas son posibilidades que sólo encuentran su desarrollo en la dimensión psicosocial e histórica en la que el ser humano existe.

Por otro lado, en el reino animal no se constata ninguna de esas conductas entre miembros de una misma especie; se dan marcajes de territorio, disputas por la comida cuando ella escasea, pero no ejercicios de poder al modo humano ¿Por qué, por ejemplo, marcamos diferencias con ropa «de calidad» y ropa «del montón»? ¿Por qué hacemos la guerra si nos la pasamos hablando de paz? (la industria bélica es la más desarrollada de todas las industrias, y la que más ganancias genera). ¿Por qué hay ciudadanos de primera y de segunda? El poder es algo humano, no animal.

La violencia es algo privativo de la especie humana; los animales no son violentos, al menos en el sentido humano. Pueden ser grandes depredadores, insaciables como el tiburón o el cocodrilo, pero no violentos. Cuando matamos a algún animal para comérnoslo no somos precisamente violentos. Ninguno de nosotros sería tildado de tal a partir de la vaca «asesinada» que nos almorzaremos más tarde. La violencia se liga al orden no natural de la humanización; tiene que ver con el particular universo simbólico que nos constituye y donde el instinto no cuenta como determinante en la motivación última de nuestros actos. La violencia, al igual que la paz, tiene que ver con la ley humana. Ambos elementos son, en definitiva, producto de la civilización. Ni la maldad ni la bondad son naturales, genéticas.

No estamos condenados a la agresividad como un sino genético. Inspirado en la obra de Freud, Jacques Lacan abre otra perspectiva, mostrando cómo desde el origen cada ser humano está tocado por un desgarrón constitutivo que nos lleva a la violencia: «La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del ser humano«. Es decir: la forma en que nos humanizamos, la manera en que pasamos de ser una cría de la especie a un humano integrado a una cultura, conlleva desde el inicio una carga, una marca que nos ubicará como sujetos sexuados, portadores de una ideología, ubicados socialmente, y siempre con la posibilidad de desatar agresión. «Eres la cosita más linda del mundo» le dice la madre al hijo; nos lo creemos y ahí empieza el drama humano. «Basta decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto donde se limita la aseveración de sí, para que surja la agresividad» (Bleichmar). La expectativa es poder crear una nueva matriz donde esa cría humana se humanice de otra forma: no para la competencia sino para la solidaridad. En ese sentido, con la educación en nuevos valores, en una nueva ideología y una nueva práctica social, es que el socialismo continúa siendo una esperanza, porque de allí puede surgir ese mundo menos sanguinario que pensó Marx: «Productores libres asociados» donde regiría la máxima de «De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad«.

La ruptura más violenta de la armónica convivencia entre los seres humanos es, sin dudas, la guerra. Ahí tienen lugar profundas modificaciones en la psicología colectiva por las que caen las interdicciones más elementales: el «no matarás», quedando consecuentemente todo permitido. El otro ser humano que tengo enfrente deja de ser visto como tal para pasar a ser «el enemigo». Con ello se autoriza su eliminación. No sólo se lo puede matar; es imperioso que lo mate. Hasta inclusive se premia con todos los honores a quien más enemigos elimine; he ahí un héroe, y no un asesino.

La guerra, de hecho, es una constante en la historia humana. Actualmente la preparación para la guerra es la actividad más dinámica, que consume más esfuerzos moviendo más recursos que cualquier otra industria (32 mil dólares por segundo a nivel planetario). ¿Qué impulsa a los seres humanos a esto? ¿Qué posibilita que terminado un conflicto bélico ya esté comenzando otro? Quedarnos simplemente con la explicación de una «tendencia agresiva» es parcial. (Existe, a propósito, una lectura ingenua de la mitología conceptual de Freud que desemboca en esas conclusiones, hablando de «pulsiones agresivas», «pulsión de muerte», el mito de Thanatos).

Ante el avance del nazismo en la década del 30 del siglo pasado, Einstein, consternado ante esos hechos, preguntó a Freud por qué esa constante de violencia en la humanidad, ante lo que el psicoanalista vienés contestó (en una carta que luego se conoció como «El porqué de la guerra»: «Usted se asombra de que sea tan fácil incitar a los seres humanos a la guerra y supone que existe en los seres humanos un principio activo, un impulso de odio y de destrucción dispuesto a acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa predisposición en el ser humano«. A eso Freud lo llamó, en lo que él mismo consideraba su «mitología» conceptual: pulsión de muerte.

La guerra tiene raíces diversas: económicas, políticas, culturales. Pero no hay ninguna duda que existe también una constitución psicológica común en todos los humanos que posibilita que todos, dadas las circunstancias, nos encontremos con «el enemigo» al que hay que eliminar, en nombre de lo que sea (por más justa que se plantee la causa que desata el enfrentamiento: guerra revolucionaria, guerra santa, guerra antiimperialista). Pese a nuestro más enconado pacifismo la posibilidad de la guerra, la posibilidad de tomar parte en ella, o hasta incluso de alentarla, está siempre presente en la psicología de los humanos. Y valga el comentario que la guerra nunca la declaran «los pobres»; ellos, en todo caso, la sufren, ponen el cuerpo. Las declaraciones de guerra las toman los no-excluidos, los más podereosos, los más instruidos, con lo que se desarma la prejuiciosa concepción que identifica –criminalizándola– pobreza con violencia.

Con todo esto quiere significarse que la violencia es una arista tan natural de las relaciones como la búsqueda de la paz (recuérdese el dicho romano). Valga un ejemplo coyuntural: en Guatemala los habitantes del departamento de Quiché fueron los más sufridos, los más violentados durante las casi cuatro décadas del conflicto bélico vivido en el país; y justamente ahí es donde se registra el mayor número de linchamientos de delincuentes a manos de la población civil una vez terminada la guerra. Una rápida explicación psicológica diría que se repite activamente lo que se padeció pasivamente. Lo importante a destacar es que allí la violencia, pese a la necesidad tan imperiosa de paz, no deja de estar presente; y no son solamente factores económico-sociales los que dan cuenta de ella. Quizá pueda haber una manipulación política tras el fenómeno, pero evidentemente es la población concreta de carne y hueso la que responde positivamente al estímulo; una vez establecida la «cultura de la violencia», por su propia inercia camina sola. En los disturbios de Los Ángeles de 1992, que dejaron 50 muertos y miles de heridos, la población afrodescendiente –descendiente de los esclavos negros traídos del África– reaccionó a siglos de humillación, explotación y represión; pero en más de algún caso masacró a población blanca trajadora –un chofer de camión, por ejemplo– como chivo expiatorio representante de los «blancos» que los oprimieron históricamente. El llamado al amor por el prójimo no parece haber servido de mucho.

La violencia, entonces, es una construcción humana: ningún otro ser vivo tortura, maltrata a su pareja, delinque, hace chistes de humor negro o quema en la hoguera a quien no coincide con su punto de vista (dicho sea de paso, esta última práctica fue, por siglos, el modus operandi de la institución que levanta como principal bandera el amor incondicional entre los seres humanos: el Santo Oficio de la Inquisición, que calcinó en la pira expiatoria a 500,000 mujeres por considerarlas brujas). ¿Y el amor al prójimo?

La violencia tiene lugar a partir de la caída de las normas sociales de convivencia, de su evitación. Dicho al revés, las normas sociales, la ley, constituyen la máxima obra humana, aquello que nos distingue del mundo instintivo, de lo puramente animal. La ley es lo que posibilita la vida humana, que es necesariamente social, y que debe tener un mínimo de armonía garantizada para poder permitir el desarrollo de los individuos.

El por qué a veces caen esas normas es un proceso sumamente complejo, así como lo es también la existencia en el ámbito de lo humano de conductas de entrega total por el otro, el samaritanismo, el dar la propia vida consciente y desinteresadamente por una causa. En todo caso hay allí sutiles mecanismos que más tienen que ver con motivaciones profundas, explicables en función de cada caso particular. Lo cierto es que, como generalidad, la violencia es siempre posible en todos, dadas las circunstancias (pensemos en el «sálvese quien pueda» de un naufragio). No hay nada más humano que la violencia.

Es, quizá, justamente en las situaciones límite donde descubrimos las posibilidades, las potencialidades que anidan en cada ser humano. La solidaridad y la entrega son posibles, así como también lo son las actitudes más mezquinas, más sórdidas. Todos podemos llegar a cometer las barbaridades más espantosas. Tal vez por eso en toda formación cultural, en cualquier momento histórico, nos encontramos con códigos de ética que regulan esa violencia. No hay, por tanto, ninguna cultura más «superior» que otra en estos aspectos. No hay, definitivamente, pueblos «bárbaros» y «civilizados»: hacha de piedra o misil nuclear, lo que los alienta en el fondo no ha cambiado sustancialmente.

Fin Parte I de III.

Recibido por CT: 22-05-2022. (Por su extensión El artíslulo se publicara en 3 partes).

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