La oscura paradoja del caso de Bruno Bettelheim.

Bruno Bettelheim

por Molly Finn (*)/First Things/Revista Criterio/El Porteño.

Cuando Bruno Bettelheim se suicidó en 1990, a los ochenta y seis años de edad, gozaba de un notable prestigio en diversos campos: como competente y sensible especialista en psiquiatría infantil, en cuya Escuela Ortogénica de la Universidad de Chicago cientos de niños con serias perturbaciones emocionales habían recuperado la normalidad; como experto en la crianza de niños en los kibbutzim israelíes; como sobreviviente de Buchenwald y Dachau, cuyas obras lo encumbraron al rango de autoridad sobre la vida en los campos de concentración, y como especialista en el tratamiento de niños autistas. Sin embargo, pocas semanas después de su muerte ese prestigio se vio seriamente amenazado. Antiguos alumnos denunciaron a través de la prensa que había creado una atmósfera de terror en su afamada escuela. Algunos académicos lo acusaron de plagio, y en varias esferas comenzó a hablarse de falsificación de antecedentes y pretendido rigor en sus investigaciones. El nacimiento y la decadencia de ese extraordinario prestigio es hoy objeto de dos importantes obras: The Creation of Dr. B: A Biography of Bruno Bettelheim, por Richard Pollak, y Bettelheim: A Life and a Legacy, por Nina Sutton.

En el franco y conmovedor prólogo de su espléndida biografía, Richard Pollak nos ofrece un relato de su único encuentro con Bruno Bettelheim. En 1969, Pollak solicitó entrevistarse con él para conocer más detalles sobre su hermano Stephen, que había sido alumno del reputado hogar para niños con problemas emocionales. Stephen vivió en la escuela desde 1943 hasta su muerte, ocurrida en 1948 en un accidente.

Durante la reunión con Bettelheim, Pollak tuvo que oír cómo tildaban a su padre de fracasado e incompetente, cómo denostaban a su madre “con furia inaudita”, responsabilizándola de ser la causa de todos los problemas de su hermano y tachándola de “típica madre judía”. Debió soportar la categórica aseveración de que Stephen se había suicidado, pese a que Pollak afirmaba haber estado presente y le constaba que la muerte había sido accidental. Atónito ante la vehemencia de la ira y la hostilidad de su interlocutor, Pollak por primera vez logró comprender por qué su madre sostenía que Bettelheim odiaba a los padres en general. Siempre había creído hiperbólica esa apreciación, pero ahora comprobaba que estaba lejos de expresar la verdadera magnitud de tal animosidad. Como condición, Bettelheim exigió de Pollak la promesa de no comentar esa reunión con sus padres, una manera de asegurarse de que no pudiera intercambiar opiniones con ellos para confirmar o refutar sus dichos. Fue así como, en el curso de esa breve conversación, Pollak se vio enfrentado a diversas facetas del carácter y la personalidad de Bettelheim que más adelante conocería con mayor profundidad: sigilo y ocultación, tendencia a realizar acusaciones airadas y crueles, antisemitismo y mendacidad.

Tras el encuentro, Pollak regresó a su casa y escribió un pormenorizado relato de lo sucedido que, casi treinta años más tarde, constituiría la introducción de The Creation of Dr. B., la biografía en la que comenzó a trabajar poco antes de la muerte de Bettelheim, cuando leyendo y releyendo sus obras descubrió que el suicidio de Stephen no era lo único sobre lo que había mentido. Acababa de emprender la tarea de investigación cuando Bettelheim se suicidó. El reguero de acusaciones que desató esa muerte terminó de convencerlo de que había una interesante historia oculta, y pronto se embarcó en un proyecto para desenterrarla que culminó en este libro que desenmascara en forma incuestionable a Bettelheim, un farsante cuya vida se cimentó en el fraude y la exaltación propia.

Pollak manifiesta el anhelo de evitar que su experiencia personal “arroje sombras injustas” sobre su retrato de Bettelheim. Opino que, en realidad, esa experiencia favoreció la lucidez de su discernimiento y se erige como un crudo recordatorio de que todos debemos responder por nuestros propios actos y exigir lo mismo de los demás. Mi propia experiencia resulta -eso creo- igualmente esclarecedora. Soy madre de una hija autista y considero a Bettelheim un charlatán desde que en 1967 se publicó La fortaleza vacía, su famoso tratado sobre el autismo. No tengo nada personal contra Bettelheim, si acaso puede considerarse no personal el agravio de ser comparada con una bruja devoradora, un rey infanticida y un guardián de las SS en un campo de concentración, o bien preguntarse con qué fundamentos sostiene que “el factor desencadenante del autismo infantil es el deseo de uno de los padres de que su hijo no exista”. Como casi todos los padres de autistas, yo me desvivo por mi hija. Ya avanzada su vida, en uno de sus últimos trabajos sobre el nazismo, Bettelheim pronunciaría un juicio aún más radical. Allí cita versos de Fuga de muerte, el poema de Paul Celan sobre los campos de exterminio, con la célebre imagen de la “leche negra”.

Bruno Bettelheim - La imaginación creativa

Leche negra del alba la bebemos al atardecer

la bebemos al mediodía y a la mañana la bebemos de noche

Leche negra del alba te bebemos de noche

te bebemos al mediodía la muerte es un amo de Alemania…*

La mayoría de los críticos han interpretado que la “leche negra” es el humo de los crematorios. Pero Bettelheim declara: “Cuando uno está obligado a beber leche negra desde el alba al ocaso, ya sea en los campos de exterminio de la Alemania nazi o en una cuna tal vez lujosa, pero siendo objeto de los deseos de muerte inconscientes de quien quizá se manifieste como una madre solícita, en cualquiera de las dos situaciones el alma tiene a la muerte por amo”.

No me costó percatarme de que los éxitos en el tratamiento del autismo que Bettelheim se adjudicaba en La fortaleza vacía eran absurdos. Prácticamente todo aquel que tuviera un hijo autista podía advertir que la mayoría de los niños “autistas” que decía haber tratado no lo eran en realidad. Los niños autistas presentan características fácilmente reconocibles, si bien puede que no siempre resulte sencillo describirlas. La primera descripción del síndrome del autismo infantil fue expuesta en 1943 por Leo Kanner, un psiquiatra especializado en niños del hospital Johns Hopkins que además dio nombre a la enfermedad. Los principales rasgos que identificó son un deterioro del contacto social, caracterizado por el ensimismamiento, la falta de reciprocidad y la ausencia de contacto ocular; una incapacidad de utilizar eficazmente el lenguaje para comunicarse, lo que incluye mutismo, ecolalia, entonaciones extrañas, inversión de los pronombres y repetición impropia de palabras sin sentido aparente; conductas repetitivas y estereotipadas tales como mecerse, agitar las manos o preocuparse por los horarios de los trenes; insistencia en la monotonía, con marcada resistencia a los cambios en el entorno y en las rutinas.

Muy pocos de los niños tratados por Bettelheim exhibían este síndrome. Más aún, el uso metafórico del lenguaje que les atribuye se origina precisamente en un pensamiento simbólico que los chicos autistas son incapaces de desarrollar. Por otra parte, Bettelheim carecía de un plan de investigación definido, no contaba con observadores capacitados e impedía el ingreso de personas ajenas a la escuela. La Fundación Ford no encontró en ello obstáculo para concederle un importante subsidio destinado a financiar su trabajo durante cinco años, ni tampoco cuestionó ninguno de los falsos logros que Bettelheim consignaba en el informe de avance anual que le exigían. La fortaleza vacía fue su último informe. Al momento de su edición, Bernard Rimland ya había comenzado a demostrar en Autismo infantil, una obra respaldada con documentación seria e investigación rigurosa, algo aceptado desde hacía tiempo en las comunidades médica y terapéutica: que el autismo es un trastorno evolutivo causado por alteraciones genéticas o por lesiones o enfermedades cerebrales. No se conoce indicio alguno que abone la teoría de Bettelheim acerca de que el trato de los padres desempeña un papel en dicho trastorno.

Cuando sabemos que alguien mintió, ocultó información y realizó acusaciones tendenciosas e infundadas en torno de un tema relevante, cuesta abordar con objetividad todo lo relacionado con dicha persona. El conocimiento de esas circunstancias influyó en mi lectura de The Creation of Dr. B, así como en la de Bettelheim, una biografía escrita por Nina Sutton que se publicó unos meses antes. Nina Sutton tampoco es imparcial. Se trata de una freudiana ferviente y una consumada cultora de la escuela biográfica que preconiza los conjeturales “tal vez”, “probablemente”, “debe de haber sido”, “todo parece indicar que”. Al igual que muchos apologistas que Bettelheim supo cosechar en el transcurso de los años, ella se muestra tan “comprensiva” que la verdad pierde prácticamente toda pertinencia en su obra.

Bettelheim manifestó en repetidas oportunidades que su singular autoridad en el campo del autismo había tenido origen en el tratamiento de Patsy, una niña estadounidense que residió con los Bettelheim en Viena. Según Pollak, Bettelheim posteriormente “la multiplicó por dos y le diagnosticó autismo”, puesto que aseguraba haber convivido con dos niños autistas como parte de su tratamiento. Más tarde, ya hablaba de “algunos niños autistas”, y así fue creando una compleja historia sobre los métodos terapéuticos que había aplicado, cuyo éxito lo condujo a elaborar sus teorías sobre el autismo.

* * *

Los dos biógrafos exponen sin ambages ciertos hechos irrefutables: Patsy vivió siete años en la casa de los Bettelheim. No era autista. Se hallaba bajo el cuidado exclusivo de la esposa de Bettelheim, Gina. Tales datos fueron corroborados en entrevistas con la misma Patsy y con muchas personas que habían tenido trato con ella y los Bettelheim. Pollak analiza rigurosamente todos los dichos de Bettelheim sobre Patsy, permitiendo que al hablar por sí mismos comprometan cada vez más la veracidad del biografiado. Tras reseñar los mismos hechos y reconocer que están respaldados por el testimonio de siete personas, Sutton se vuelca a hacer conjeturas acerca de cómo “debe de haber sido” la relación entre Bettelheim y Patsy, una niña que “tal vez” haya despertado su curiosidad y “probablemente le haya hecho recordar las horas que él mismo había pasado recostado a oscuras en su habitación, con la mente en blanco”. “El tapiz que Bettelheim tejió en torno de la historia de Patsy fue enriqueciéndose con el tiempo… A Bettelheim le encantaba contar historias; no podía resistir la tentación cada vez que se hallaba frente a un público dispuesto a apreciarlas.”

Bettelheim supo hallar gente dispuesta a apreciarlo desde que llegó a los Estados Unidos en 1939, y de inmediato aprovechó la excepcional oportunidad de dejar atrás los fracasos y las frustraciones de los primeros años y fraguar un intrincado bagaje de antecedentes falsos. Inventó logros, títulos académicos, conexiones con personas influyentes y capacitación y experiencia profesionales que o bien no tenían asidero en la realidad, o bien se trataba de flagrantes exageraciones.

Al respecto, Nina Sutton explica: “El 11 de mayo de 1939… Bettelheim se vio obligado a crearse una vida totalmente nueva… Vale la pena reflexionar acerca de cuál fue el verdadero motivo que llevó a Bruno Bettelheim a modificar su pasado”. Continúa diciendo que “todo parece indicar que su éxito se basó no sólo en su talento e infatigable trabajo sino también en la versión revisada de su pasado que él mismo había sembrado en la mente de sus empleadores”. (Las bastardillas son mías.)

Me pregunto si todos los refugiados tienen derecho a ceder a una “propensión a engalanar la verdad”, “tejer exuberantes tapices”, “forjar bellas fantasías”, contar “ingeniosas historias” y realizar “interpretaciones poéticas”. Sutton ha escrito un libro muy extenso, a veces tedioso, saturado de “percepciones” psicoanalíticas destinadas a explicar -o, las más de las veces, a justificar- la conducta de Bettelheim. Cuando no se precipita en su defensa, urde conjeturas sobre lo que habrá pasado por su mente o por la de las personas que discrepaban con él. Su desinterés por la verdad es tan manifiesto que el libro no merece ser considerado seriamente.

* * *

Pollak presenta las espurias declaraciones de Bettelheim junto a una metódica y bien fundada relación de las circunstancias de su pasado y de su formación. Bettelheim nunca mencionó los doce años que pasó trabajando en la maderera familiar. Los catorce años que decía haber estudiado en la Universidad de Viena, durante los cuales supuestamente obtuvo tres doctorados con los máximos honores, fueron en realidad seis años y un doctorado sin honores en estética filosófica. Asimismo, se arrogaba estudios con Arnold Schoenberg, de los que no hay pruebas; trato con Sigmund Freud, quien personalmente habría aprobado su formación analítica, pero no existen indicios de que haya siquiera conocido a Freud; sesiones de psicoanálisis y formación psicoanalítica, que fueron apenas un análisis trunco y ninguna formación; dos libros editados, cuando en verdad no había publicado ninguno, y ser miembro de una entidad dedicada al estudio de los problemas emocionales en niños y adolescentes, hecho que no pudo corroborarse.

Sus experiencias en Buchenwald y Dachau, horribles sin duda, también le brindaron argumento para inventar más falsedades, tergiversar la verdad y exagerar los hechos, y así sentó las bases de un generalizado reconocimiento como autoridad en el tema del Holocausto y en el papel que desempeñaron los judíos en su propia destrucción. Se jactaba de haber sido aprehendido por pertenecer a la resistencia antinazi en Austria, algo que no pudo comprobarse. Pese a que afirmaba estar por encima de lo que él denominaba el común de los judíos, que se sometían mansamente a ser encarcelados por los nazis, existen pruebas de que no ofreció resistencia alguna cuando lo subieron a empellones al vagón de ferrocarril. Como seguramente hubiera hecho cualquiera que tuviera tan buenas conexiones, Bettelheim logró conseguir dinero para sobornar a los guardianes y asegurarse que le asignaran tareas relativamente livianas y seguras. Una destacada mujer estadounidense se valió de sus influencias y por fin logró que lo liberaran. (Más adelante, diría que esa mujer fue nada más y nada menos que Eleanor Roosevelt.)

En 1943, Bettelheim publicó “Comportamiento individual y masivo en situaciones extremas”, un ensayo psicológico del comportamiento y las actitudes de los prisioneros en los campos de concentración que impactó a un mundo que poco y nada sabía sobre los campos y que difícilmente podía cuestionar los métodos, las teorías o las conclusiones de Bettelheim. Su versión de haber vivido en cinco barracas en un lapso de diez meses y medio y de haber conocido personalmente a mil quinientos prisioneros -si bien ahora puede sonar poco plausible- consiguió convencer a un público anonadado de que su evaluación era concluyente. Ese artículo se reprodujo en varios de sus libros y constituyó los cimientos de la reputación como especialista sobre los campos de concentración que lo acompañaría toda su vida. A juicio de Pollak, el artículo está “plagado de generalidades discutibles, investigación espuria, psicología barata y mucho de ficción”.

Bettelheim jamás reconoció ni mencionó el trabajo de otros sobrevivientes cuyas observaciones y conclusiones diferían de las suyas y, conforme pasaban los años, su antisemitismo fue tornándose cada vez más patente. En un discurso dirigido a estudiantes judíos, Bettelheim planteó el siguiente interrogante: “¿Quién es el culpable del antisemitismo?” Y fue él mismo quien dio la respuesta. Señalando al público con el dedo, espetó: “¡Ustedes…! Es culpa de ustedes porque no se asimilan. Si lo hicieran, el antisemitismo no existiría. ¿Por qué no se integran?” En un plano más teórico, escribió que para comprender el antisemitismo “debemos concentrarnos en el estudio tanto de los judíos como de los antisemitas. El carácter complementario de sus respectivos roles torna evidente que el fenómeno es una convergencia de pugnas interpersonales patológicas”.

Como director de la Escuela Ortogénica, no puede cuestionarse que logró crear un entorno muy atractivo para los niños que eran confiados a su cuidado. Se empeñó en colmar el edificio con obras de arte y en amueblar los dormitorios de los chicos con un estilo cómodo y colorido; los alumnos se sentaban en sillas de buen diseño, comían en excelente vajilla y tenían absoluta libertad de recorrer y utilizar lo que -a veces por muchos años- era su hogar. Bettelheim gozaba de prestigio mundial como psiquiatra de niños talentoso y competente que había logrado éxitos sin par en el tratamiento y la “recuperación plena” de niños afectados por los trastornos emocionales más graves y difíciles de curar. Las investigaciones de Pollak revelan que si bien algunos niños tenían perturbaciones serias, en muchos casos la situación no era así. Un ex docente recordó que Bettelheim le dijo a uno de sus sucesores que no dejara de admitir niños cuyos trastornos no fueran muy severos. “Es preciso alcanzar cierta credibilidad en la comunidad, y para lograrlo hay que exhibir éxitos.” Otro colaborador manifestó: “Bruno nunca era muy estricto en sus diagnósticos; por eso podía hablar de logros en sus tratamientos”.

En general, los miembros del personal no estaban capacitados para su tarea -al respecto, un ex preceptor recordó: “Yo no tenía ninguna noción sobre niños perturbados emocionalmente. Supongo que nos contrataba porque no quería que el personal tuviera ideas propias, que hubiera sido formado por otro”; eran muy jóvenes y Bettelheim los atemorizaba. Algunos hablaron de “instrucción a través del terror” y de “método nazi‑socrático”.

Poco después de que Bettelheim falleciera, surgió una lluvia de acusaciones de ex alumnos que denunciaban brutalidad física y psíquica y abuso sexual. Pollak presenta abundantes pruebas que respaldan esas acusaciones, en muchos casos testimonios escalofriantes de personas que pasaron su infancia “aterrorizadas de oír sus pasos en los dormitorios”. Jacquelyn Sanders, colaboradora durante muchos años y una de sus sucesoras a la dirección de la escuela, contó a Pollak que “en efecto, Bettelheim les levantaba la mano a los niños y, en algunas oportunidades, la descargaba con estremecedoras consecuencias”. Respecto de las denuncias de maltrato físico que han creado tanto revuelo, Sanders escribió en el Sun ‑ Times de Chicago: “Los que se sorprenden tanto son los medios de comunicación populares y la gente que cree en los cuentos de hadas. Quienes lo conocían sabían que podía comportarse como un desgraciado. A veces era encantador, chispeante, extraordinariamente empático, pero también un cruel desgraciado capaz de decir cosas horribles”. (Cabe mencionar que no existe consenso entre los ex alumnos y miembros del personal, muchos de los cuales manifestaron que sus años en la escuela resultaron muy provechosos y que, si bien Bettelheim era exigente y severo, su influencia sobre ellos fue más favorable que negativa.)

Sobran los ejemplos de la impostura de Bettelheim. Su “estudio” sobre la crianza de los niños en los kibbutzim israelíes se funda en investigaciones e informes tan poco rigurosos como sus obras sobre el autismo y los campos de concentración. Importantes fragmentos de Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976) eran un plagio, aunque aquí también debemos ser justos y admitir que se trata de un estudio interesante y estimulador que permite vislumbrar cómo algunas percepciones del psicoanálisis pueden moldear nuestro pensamiento y nuestra imaginación.

Pollak se impuso la tarea de demostrar en forma fehaciente que la enorme estatura alcanzada por Bettelheim era inmerecida y que los académicos, educadores, críticos culturales y una prensa crédula habían desatendido sus facultades críticas para dejarse embaucar por ese consumado farsante. Reducir la imagen de Bettelheim a las dimensiones que le corresponden requiere un relato minucioso, responsable y bien respaldado de su vida y de su obra. Pollak lo ha conseguido en forma brillante.

* * *

Se han tejido muchas conjeturas acerca de cómo es posible que tanta gente creyera en la farsa de Bettelheim. Evidentemente, se trataba de un hombre inteligente, persuasivo y cautivante. Corría con la ventaja de haber surgido de un pasado atroz, hecho que casi de por sí lo convertía en un héroe, alguien a quien se debía amparar y no cuestionar. Resulta paradójico que la intrepidez -característica que, dado su antisemitismo, Bettelheim seguramente se hubiera resistido a admirar- sea el rasgo que más ayuda a una persona a superarse y lograr ser reconocida como autoridad en alguna disciplina importante.

Desde ya, ésta no es la primera vez que la audacia encumbra a alguien a un puesto o una profesión para los que no está capacitado. Pero no se me ocurre otro caso en que tantas personalidades destacadas hayan hecho la vista gorda. Nunca nadie cuestionó públicamente, y menos aún desautorizó, los logros que se arrogaba Bettelheim. Si la autoadjudicación de falsos logros sólo hubiera estado encaminada a alimentar su ego o incluso avanzar más rápido en su carrera, no habría ocasionado tanto daño. Pero Bettelheim se valió de su creciente prestigio y autoridad para embestir contra vastos sectores, a los que ocasionó serios perjuicios y mucho dolor. Acusó a los judíos de tener “actitudes de gueto”, las que los habían conducido a entregarse sin luchar a su propia destrucción en el Holocausto, mientras que él se retrataba como “un judío que comprendía a su adversario; un judío que, libre de actitudes de gueto, había logrado enfrentarse y burlar a sus carceleros”. Sus famosas diatribas contra las madres, sobre todo contra las madres de niños emocionalmente perturbados y, en particular, aquellas con hijos autistas, fueron apañadas por una cultura invadida por una fe ciega en un freudismo simplista y un anhelo de hallar respuestas fáciles.

Aún resta exigir a aquellos que respaldaron y fomentaron el prestigio de Bettelheim que respondan por su negligencia e irresponsabilidad. Prácticamente todos omitieron penetrar la fachada, formular siquiera los interrogantes más elementales y obvios que hubieran arrancado la ignominiosa máscara con la que Bettelheim había decidido cubrirse. Resulta posible creer que, a poco de finalizada la guerra, la Universidad de Chicago haya tenido dificultades en verificar con presteza la información consignada en su ilegítimo curriculum vitae. Pero es inadmisible que la institución haya apoyado su trabajo sin conformar jamás el comité de fiscalización o el consejo de inspectores que normalmente designaba. La Universidad de Chicago nunca solicitó a Bettelheim que rindiera cuentas por ninguno de sus actos o declaraciones.

Algo similar ocurrió con la Fundación Ford, que jamás comprobó sus antecedentes cuando, en 1955, solicitó un subsidio para financiar un proyecto de investigación sobre autismo infantil. Justo es reconocer que enviaron a la escuela a dos miembros de su comisión asesora sobre salud mental, quienes informaron que Bettelheim era un “individuo agradable y lúcido con una gran capacidad de comprensión humana, digna de un terapeuta destacado”. El autor del informe manifestaba confiar en la opinión de Bettelheim acerca de que, sin una intervención como la suya, los niños autistas morían o bien terminaban recluidos en instituciones mentales. No obstante, también consignó un reparo: creía conveniente que existiera “mayor rigor y cultura científica” entre el personal, que sospechaba demasiado subjetivo e influido por Bettelheim como para probar objetivamente sus propias hipótesis. De todas maneras, la Fundación le concedió más de la mitad del subsidio solicitado, que ascendía a un millón trescientos mil dólares -según valores de 1996- para una escuela con cuarenta alumnos. Asimismo, aceptó los informes de avance presentados por Bettelheim, los cuales, en el curso de los cinco años en que recibió el subsidio, fueron volviéndose cada vez más superficiales y hubieran revelado a cualquier lector atento la escasa seriedad de sus investigaciones.

* * *

Finalmente, los críticos de los diarios, revistas y programas de televisión parecen haber mancomunado esfuerzos para cantar loas cada vez más desmesuradas en su afán por convertir a Bettelheim en un héroe o una estrella. Robert Coles, quien sin duda era capaz de advertir -y seguramente lo hizo- la realidad de las cosas, escribió para The New Republic una reseña sobre La fortaleza vacía en la que elogiaba el “silencioso heroísmo” de Bettelheim y describía “la inteligencia, la compasión y, sobre todo, el candor” que iluminaban sus acciones. El artículo está teñido de una suerte de admiración romántica, y hasta podría decirse de “adoración” o, cuanto menos, credulidad. En su condición de especialista en psiquiatría infantil orgulloso de su sensibilidad, Coles se debía a sí mismo y a sus lectores un análisis más estricto y desapasionado del rutilante paquete que Bettelheim había colocado frente a él. Al no hacerlo, causó un gran perjuicio a los niños autistas, a sus padres y al público en general, que necesitaba ser debidamente informado.

En una crítica sobre La fortaleza vacía publicada por el New Yorker, Peter Gay se refirió a los “éxitos espectaculares” de Bettelheim y señaló que “su teoría sobre el autismo infantil es, desde todo punto de vista, muy superior a la de sus rivales”. ¿Cómo se dio cuenta Peter Gay de eso? Pues porque Bettelheim se lo dijo. No sorprende que Gay añadiera que “en mi opinión, es un acto de estricta justicia calificar de héroes a Bettelheim y sus colaboradores”, así como que Bettelheim era “un hombre notablemente despojado de egocentrismo y agresividad”. Peter Gay, destacado discípulo de Freud, descolló como especialista en Bettelheim y el autismo.

Commonweal publicó un artículo titulado “La santa misión de Bruno Bettelheim”. No satisfecho con alabar los logros que Bettelheim decía haber alcanzado, el psicólogo William Ryan escribía sobre La fortaleza vacía: “Se trata de una obra brillante. Y es mucho más que una monografía psiquiátrica; constituye al mismo tiempo una suerte de enriquecedor texto sobre la condición humana que todos deberían leer”. Acto seguido, Ryan ampliaba los alcances del mensaje: “Las enseñanzas de Bettelheim resultan provechosas para todos los que se interesan por la humanidad; son absolutamente esenciales para aquellos a los que les preocupa la actual crisis de pobreza y desigualdad por la que atraviesan los Estados Unidos”.

En una reseña de Sobrevivir publicada por el New York Review of Books, Rosemary Dinnage destacó los ensayos sobre los campos de concentración: “En esta materia, Bettelheim habla con absoluta autoridad”. Christopher Lehmann‑Haupt, del New York Times, quien había escrito una reseña favorable de La fortaleza vacía en oportunidad de su publicación, calificó a The Children of the Dream -la obra de Bettelheim sobre la crianza de niños en los kibbutzim– de “estudio concienzudo”. Y en el Chicago Tribune, Hugh Nissenson la consideró “una brillante contribución”. Paul Roazan ensalzó a Bettelheim en el New York Times Book Review como “uno de los genuinos herederos de Freud en nuestro tiempo”, y agregó que quizá nadie estaba más capacitado que él para determinar los efectos de la sociedad del kibbutz en la formación de la personalidad. Estas personas reconocieron a Bettelheim como una autoridad. Pese a no ser ninguno de ellos especialista, resulta evidente que se creyeron calificados para juzgar obras que deberían haber sido analizadas por expertos.

Cada libro de Bettelheim que se editaba despertaba similar adulación. Si bien alguna que otra comunidad académica planteó serias objeciones a su obra en revistas especializadas, la prensa masiva no cejó en elogiarlo en términos desmedidos. Pollak documenta de manera convincente el hábito del culto a los héroes que permitió que se perpetuara el mito de Bettelheim.

La vida de Bruno Bettelheim culminó en forma trágica. Con maestría y sensibilidad, Pollak describe la soledad y la amargura que lo embargaron en sus últimos años. Acosado por numerosas dolencias molestas y postradoras, viudo, enemistado con uno de sus hijos y en perpetua mudanza de un lugar desagradable a otro, Bettelheim se refería constantemente al suicidio antes de quitarse la vida. Resulta difícil sustraerse a imaginar qué le habrá cruzado por la mente al repasar su vida. En Psicoanálisis de los cuentos de hadas escribió a modo de moraleja: “Una voz habituada a mentir sólo nos conduce al infierno… Pero una voz empleada para arrepentirnos, para reconocer nuestros errores y decir la verdad, nos redime”. Roguemos que, en la hora final, Bruno Bettelheim se haya arrepentido.

Texto original de First Things, junio-julio 1997. /Traducción: CETI – Ana Moreno

Fuente (original en español):  https://www.revistacriterio.com.ar/bloginst_new/1997/11/14/el-caso-de-bruno-bettelheim/

Fuente: https://elporteno.cl/la-oscura-paradoja-del-caso-de-bruno-bettelheim/

(*) Molly Finn es una escritora  residente en New York City.


Nota Biográfica:

Bruno Bettelheim (28 de agosto de 1903 – 13 de marzo de 1990) fue un psicólogo , académico , intelectual público y autor nacido en Austria que pasó la mayor parte de su carrera académica y clínica en los Estados Unidos. Uno de los primeros escritores sobre el autismo , el trabajo de Bettelheim se centró en la educación de niños con trastornos emocionales , así como en la psicología freudiana en general. En los EE. UU., Más tarde obtuvo un puesto como profesor en la Universidad de Chicago y director de la Escuela Ortogénica Sonia Shankman para Niños Alterados, y después de 1973 enseñó en la Universidad de Stanford. Las ideas de Bettelheim, que surgieron de las de Sigmund Freud , teorizaron que los niños con trastornos conductuales y emocionales no nacían de esa manera y podían ser tratados mediante una terapia psicoanalítica extendida, un tratamiento que rechazaba el uso de psicofármacos y la terapia de choque. Durante las décadas de 1960 y 1970 tuvo una reputación internacional en campos como el autismo, la psiquiatría infantil y el psicoanálisis . Gran parte de su trabajo fue desacreditado después de su muerte debido a credenciales académicas fraudulentas, denuncias de trato abusivo a los pacientes bajo su cuidado, acusaciones de plagio y falta de supervisión por parte de las instituciones y la comunidad psicológica. Fuente: https://hmong.es/wiki/Bruno_Bettelheim

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