A 100 de su nacimiento: reencuentro con don Cloro, después de vivir un siglo (1923-2023).
El legado «doctrinario, político y, ante todo, humanista» de Clodomiro Almeyda «se proyecta ‘después de vivir un siglo’, vigente y revitalizado en las nuevas jornadas de rebeldía para edificar un sistema social más justo y más digno del ser humano». Hoy se cumplen 100 años desde su nacimiento.
Este 11 de febrero se cumple el centenario del nacimiento de Clodomiro Almeyda importante dirigente e intelectual orgánico del socialismo chileno del siglo XX. A modo de modesto homenaje a su memoria deseo compartir algunas semblanzas, anécdotas y remembranzas de mis encuentros y amistad con él, a la vez que recordar algunas de sus posiciones fundamentales sobre el proceso político chileno y los desafíos del socialismo desde su regreso a Chile en 1987 hasta su muerte diez años después. Sin pretender abarcar todos los aspectos de su personalidad y a sus múltiples opiniones, queremos referirnos sólo a ciertos tópicos del período que nos tocó conocerlo y tratar con él, sin perjuicio de que nuestras impresiones sean, y deban ser, matizadas y completadas por otros testimonios.
I
Debe haber sido a fines de junio o comienzos de julio de 1987 cuando tuve mi primer encuentro personal con Clodomiro Almeyda, “don Cloro”. Sin embargo, desde ya hacía algunos años antes me había encontrado con su concepción de la realidad y su posición frente al acuciante devenir histórico, encuentros que se ha prolongado más allá de su desaparición física porque su memoria, su pensamiento y su ideario han permanecido en nuestra biografía personal y colectiva como un cartabón de la civilización radicalmente libertaria, igualitaria y solidaria que aspiramos construir.
En marzo de aquel año, Almeyda había retornado clandestinamente al país burlando la aberrante imposición con que la también aberrante dictadura de Pinochet negaba el derecho a miles de chilenos de vivir en su patria. Después de permanecer cerca de tres meses confinado en la localidad de Chile Chico, había sido trasladado a la cárcel de Capuchinos en Santiago por un tiempo que no se sabía cuánto se iba a prolongar.
La dirección del Partido recomendó, como un gesto de acompañamiento fraterno a su principal líder, visitar a don Cloro para mitigar la arbitraria privación de su libertad. Acogiendo esta recomendación y por mis propias inquietudes personales concurrí al presidio y conocí a “don Cloro”.
En aquella época yo era un activo militante socialista que trabajaba, dentro de mis estrechas posibilidades, para derrocar la tiranía y reconquistar las libertades usurpadas por el régimen de oprobio. La dirección del Partido recomendó, como un gesto de acompañamiento fraterno a su principal líder, visitar a don Cloro para mitigar la arbitraria privación de su libertad. Acogiendo esta recomendación y por mis propias inquietudes personales concurrí al presidio y conocí a “don Cloro”, forma fraterna de tratar con él, que después hemos sabido que provenía de su propio núcleo familiar.
La presencia de Almeyda en la cárcel de Capuchinos causaba gran conmoción pública. Los primeros días se abarrotaba ese presidio de visitantes: familiares, amigos y viejos camaradas suyos; intelectuales de izquierda y dirigentes políticos que acudían para intercambiar puntos de vista sobre la situación nacional; militantes socialistas de base y mujeres que habían dado ejemplos de valor en la resistencia al régimen; obreros y jóvenes anónimos; sindicalistas y pobladores que le llevaban una palabra de aliento; miembros del cuerpo diplomático y representantes de las iglesias que le transmitían su solidaridad; y, también, gentes curiosas que acudían a ver al detenido y acompañarlo moralmente, proporcionándole abundantes cajetillas de cigarrillos que él compartía con los visitantes fumadores entre los cuales me contaba y materiales de lectura. Entre los libros recibidos recuerdo que en una ocasión nos enseñó un volumen finamente empastado en piel de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, indicando que era un obsequio de su apreciado camarada Manuel Mandujano fundador del Partido y antiguo librero, quien lo había encuadernado personalmente con suma prolijidad y cuya lectura disfrutaba por segunda vez en su vida en esos momentos de reclusión.
Lo que más me sorprendió de su personalidad fue su bonhomía y su trato coloquial en el cual no se notaban aquellas distancias sociales que persisten en no pocos izquierdistas de extracción burguesa que siempre conservan un dejo clasista. Muy por el contrario: don Cloro era bonachón como el hombre común de nuestro pueblo, aunque con la corrección de un gentleman. Su lenguaje era pulcro y bien cuidado, pues jamás acudía a los vulgarismos ni a las alusiones denigrantes contra nadie.
A todo el mundo lo trataba de “usted”, salvo a sus amigos más íntimos con quienes se tuteaba los cuales, en general, eran de su edad o mayores que él, como el ex presidente del BID, Felipe Herrera, Federico Klein, fundador del P.S., el ex diputado Alfredo Hernández, el poeta Humberto Díaz Casanueva o el veterano dirigente Humberto Martones, quienes lo frecuentaban en la prisión. Pero, tras las formas corteses y diplomáticas con que se dirigía a sus interlocutores, no dejaba de transmitir ideas con la didáctica del maestro consumado que era. Don Cloro en sus conversaciones educaba de una forma natural, incluso cuando contaba algunas de sus copiosas anécdotas. Sutilmente –y sin el autoritarismo del pedante–, siempre daba clases a sus contertulios, desde modestos obreros y pobladores hasta políticos macucos o soberbios sociólogos con las verdades en sus bolsillos, compartiendo breves esbozos de historia política o del acervo socialista.
Sus opiniones eran, asimismo, modelos en la construcción de los argumentos lógicos y documentados que consideraban siempre la perspectiva de totalidad de los asuntos que trataba. Sus juicios, empero, nunca eran definitivos sino –como él mismo sostenía– aproximativos en una realidad que no era ni absolutamente blanca ni absolutamente negra, sino, más bien, “overa”. Los fenómenos político-sociales procuraba comprenderlos insertos en los contextos globales, pero sin desconocer sus particulares complejidades, tornadizas y líquidas, que, a menudo, abren más interrogantes que interpretaciones infalibles. Sus pláticas que eran amenas e ilustradas –“hablaba en prosa”, se decía–, no se circunscribían al discurso estereotipado del dirigente de la medianía, sino que tenían el espesor de un filósofo que usaba la cárcel como ágora para el despliegue de su pensamiento.
Sorprendentemente, después de varias semanas de visitas masivas al prisionero, fui observando que paulatinamente la concurrencia disminuía hasta el punto de que hubo mañanas enteras en que me tocó ser su único visitante durante largos lapsos de tiempo. Aunque Almeyda era en esos momentos un actor fundamental de la política chilena, el país ya estaba entrando en tierra derecha del plebiscito a realizarse el 5 de octubre del 88 y gran parte de la dirigencia socialista estaba embarcada en el nuevo proceso que abría expectativas reales de un cambio político y, ciertamente, no pocos apetitos personales.
No era raro, entonces, que muchos dirigentes del partido estuviesen al aguaite de sus propios fueros los cuales no podían descuidar en visitas al encarcelado que, después de todo, de la cárcel no se iba a mover… Comprendiendo estos peregrinos arrestos que llevaban a algunos militantes a identificar los intereses fraccionales –o, peor aún, personales– con los intereses del socialismo, desde una visión de más largo plazo, don Cloro nunca dejó de recordar que vivimos en una sociedad escindida en clases, que los valores dominantes de la sociedad son los que impone la clase dominante los cuales operan porfiadamente como remanentes ideológicos que bloquean la configuración de los valores redentores de una nueva sociedad, provocando tendencias individualistas, regresivas y funcionales a la supervivencia del sistema de opresión social.
Lo que más me sorprendió de su personalidad fue su bonhomía y su trato coloquial en el cual no se notaban aquellas distancias sociales que persisten en no pocos izquierdistas de extracción burguesa que siempre conservan un dejo clasista.
Y esto, más que por mala fe de los individuos, radica en el predominio de una conciencia que, si bien aspira discursivamente a la ruptura de todas las servidumbres, está aún encadenada por inveteradas alienaciones del pasado. Advertía, asimismo, que los partidos políticos, incluso los revolucionarios, no eran iglesias ni menos capillas, sino instrumentos de las fuerzas sociales para representar sus intereses, y, en nuestro caso, para bregar por la construcción de una nueva sociedad. Pero, en muchas circunstancias, era inevitable que estos instrumentos se desgastasen, entraran en crisis insanables y ya no sirvieran a los fines para los que fueron crearon. Yo, que profesaba un fideísmo “pentecostal” hacia el Partido, consideré que tales apreciaciones eran más bien genéricas, sin imaginar que más tarde iba a abandonar sus filas por estimar que este “instrumento” ya no daba cuenta de los ideales emancipadores del socialismo.
Todas las semanas, durante cerca del año y medio en que estuvo encarcelado, visité a don Cloro hasta que fue puesto en libertad tras del triunfo de las fuerzas democráticas en el plebiscito del 5 de octubre de 1988. Fueron largas jornadas de conversaciones compartidas con otros visitantes o, simplemente, a solas, en que más que intercambiar puntos de vistas yo acudía a absorber sus impresiones sobre la realidad, sus ideas doctrinarias de fondo, su mirada del mundo, sus expectativas del socialismo y sus atisbos del devenir de la humanidad. Debo confesar que cuando salió en libertad junto a la alegría que significaba este hecho también me embargó cierta nostalgia al comprender que ya no volveríamos a tener los mismos encuentros.
Su trato con todo el mundo era deferente y respetuoso, y aunque era amable en la conversación, no entraba en familiaridades con los visitantes lo que significaba que tampoco éstos entrasen en los asuntos de su intimidad. Nunca se refirió en términos ofensivos o agraviantes contra nadie y, lo más áspero que le escuché de un tercero fue el juicio negativo sobre un antiguo dirigente que había realizado trabajo fraccional en el Partido, el cual derivó en la salida del llamado sector “Comandante”. En esa ocasión, se limitó a calificar al dirigente con el extravagante apelativo de “incordio”.
Era un hombre de un solo temperamento, pero no se podría afirmar que no tuviese debilidades. Pretender lo contrario para canonizar su figura sería caer en un panegírico que el mismo desdeñaría. A esas alturas de la vida no se inmutaba ni alteraba por nada, salvo en cierta ocasión que un militante le llevó como gran cosa un pasquín titulado Topaze, donde habitualmente se presentaban caricaturas de los políticos. Dicho militante, abrió las páginas de la historieta y le mostró un sarcástico dibujo de su persona, pensando que lo tomaría con el humor que merecía.
“Mire don Cloro, aquí aparece Ud., bien dibujado”, le decía. El aludido contempló el boceto, que exageraba de forma grotesca ciertos rasgos de su rostro y, si bien, lo desfiguraba con premeditación y alevosía, era perfectamente reconocible. El afectado, no dijo nada mientras el visitante parloteaba y hacía escarnio con sus risotadas del dibujo en cuestión: “Don Cloro, Ud. sale igualito aquí… je, je, je…”. Almeyda demudó su rostro, en el cual no podía ocultar una visible irritación interior, de la cual el audaz visitante parecía no enterarse de la molestia del ofendido por el dibujo. Mirado este hecho a la distancia me pregunto, ¿por qué don Cloro, reputado como uno de los grandes intelectuales de la izquierda latinoamericana no racionalizó la trivialidad del momento, molestándose, en cambio, por una caricatura burlesca, pero, al fin, una simple caricatura?
Entre los asiduos visitantes a Capuchinos, estaba Clotario Blest, quien por lo demás visitaba a todos los presos políticos, pero con Clodomiro tenían una amistad de décadas ya que él, siendo ministro del Trabajo de Ibáñez, había contribuido a la fundación de la CUT en 1953. Recuerdo que, en una ocasión, Almeyda estaba reunido con importantes comisionados internacionales que trataban su situación al más alto nivel.
En esos momentos llegó don Clotario con su inconfundible overol proletario, su jockey negro y su respetable barba blanca, e interrumpió la solemne reunión para darle su solidaridad al prisionero. Entre los presentes que aguardábamos que se desocupara el detenido, estaban los compañeros Antonio Cortez Terzi y Guaraní Pereda. Antonio preguntó al grupo qué se necesitaba para irrumpir así una importante cita, a lo cual Guaraní respondió socarronamente: “se necesita tener una barba larga y blanca”, aludiendo a la venerable figura del patriarca de la clase trabajadora chilena.
En los funerales apoteósicos de “don Clota”, en 1990, el cortejo que partió de la Iglesia de San Francisco en la Alameda hacia el Cementerio General, confundido entre el público y en forma anónima estaba el ex Canciller. Al divisarlo, me acerqué a él e hicimos todo el trayecto intercambiando opiniones sobre lo que sucedía en el país, la situación partidaria y la vida en general. Así, atravesamos por el centro de Santiago, luego, Avenida La Paz, hasta llegar a la plazoleta del panteón donde comenzaban las interminables peroraciones que, después de varias horas, los panteoneros agotados por la espera solicitaron dejar en paz al difunto…
II
Durante su permanencia en el presidio Almeyda enfrentó la acusación de la dictadura de transgredir el artículo octavo de la Constitución que prohibía adherir a la doctrina marxista. Se constituyó así un tribunal con atribuciones inquisitoriales para sancionar ejemplarmente la supuesta conducta delictiva del acusado. El juicio era, en el fondo, una vulgar farsa porque se fundaba en la ficción de que los magistrados tenían prerrogativas para prohibir la libertad de pensar de Almeyda o de cualquier otro ciudadano que por sus ideas fuera calificado de enemigo de la dictadura.
La comparecencia de Almeyda, esperada con ansiedad por la civilidad, se realizó el 31 de octubre de 1987 y fue transmitida en vivo por algunas radios opositoras. El imputado, que era centro de la atención mundial, aprovechó la ocasión para denunciar ante la opinión pública nacional e internacional y ante las propias barbas de los sátrapas del régimen la insania de la tiranía que, tras una mascarada de legalidad, perpetraba los más aberrantes crímenes de lesa humanidad y de lesa patria. De este modo, se transformó de acusado en acusador.
Todas las semanas, durante cerca del año y medio en que estuvo encarcelado, visité a don Cloro hasta que fue puesto en libertad tras del triunfo de las fuerzas democráticas en el plebiscito del 5 de octubre de 1988.
Comenzó su alegato manifestando que las disposiciones de la Constitución, en especial el artículo 8°, restringía el libre ejercicio de los derechos humanos, cívicos y políticos, e institucionalizaba la expropiación de la soberanía popular, que es “la única fuente legítima del poder público capaz de generar el deber moral de la obediencia” y fundamento imprescindible de todo Estado de Derecho.
Recalcó la ilegitimidad de la dictadura y la forma demencial con que implantaba sus desvaríos arbitrarios: “No voy sólo a defenderme de las acusaciones contenidas en el requerimiento gubernativo, sino también a dar un testimonio ante la opinión pública chilena y extranjera de los extremos a que se está llegando en Chile, en el propósito de institucionalizar un régimen liberticida bajo apariencias democráticas, y un testimonio además, de la forma como se persigue a los disidentes, a los que luchan y a los que se rebelan frente a un sistema constitucional ilegítimo, a mi juicio, en su origen y su gestión, y que sólo se sustenta, fundamentalmente, en la violencia institucionalizada, monopolizada y cristalizada en las Fuerzas Armadas”. (1)
En lo estrictamente jurídico, subrayó que el artículo 8° transgredía en su esencia la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros convenios internacionales subscritos por el Estado chileno, conculcando el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia, garantizado por todos los cuerpos legales vigentes en el país, incluyendo la propia Constitución de la tiranía.
Respecto a la acusación del delito de sustentar doctrinas marxistas, esta comprendía tres acápites: 1° Que al propagar estas doctrinas propugnaba la violencia y hacía “apología del terrorismo”; 2° Que propiciaba una concepción totalitaria del Estado y de la sociedad; y, 3° Que promovía la lucha de clases. El primero de estos cargos que se le imputaban los refutó contundentemente señalando que se basaban en declaraciones a la prensa sacadas mañosamente de contexto y en citas truncas que no podían ser pruebas serias de un delito.
Pero Almeyda no se quedó en esta simple impugnación, sino que encaró el fenómeno de la violencia indicando que ella tiene causas y éstas pueden y deben ser explicadas. Negaba que el marxismo fuera una doctrina violentista, pero no descartaba que, como todas las teorías políticas clásicas y contemporáneas, asumiera la legitimidad de la violencia en determinadas circunstancias.
En este contexto recordaba la doctrina católica del derecho a rebelión y las condiciones del uso de la violencia por parte de los pueblos para recuperar su libertad negada: “Yo no sostengo como persona una doctrina que propugne la violencia. A lo más intento o trato de explicarla en sus orígenes, porque existe y debe tener orígenes, y trato de precisar el rol que desempeña en la vida social y, además, la justifico en determinadas circunstancias, como una legítima defensa del bien común y de los derechos humanos, cuando son amenazados o desconocidos por un régimen tiránico, liberticida y prolongado, que impide que por otro medio pueda ponérsele término y siempre que no ocasione mayores males que los que conlleva el régimen que se quiere deponer”. (2)
La reducción del marxismo a una doctrina que propugna la violencia era para Almeyda una forma caricaturesca y tergiversada de comprender esta compleja y variopinta “concepción del mundo”, exponiendo, a grandes rasgos, algunas nociones básicas de la teoría marxista de la violencia: “El marxismo es una teoría social que, primero, rechaza la violencia como instrumento de solución de los conflictos internacionales y sociales por los dolores y daños que produce. Segundo, que el marxismo es una teoría social que intenta explicar la presencia de la violencia en las sociedades, por la persistencia de antagonismos sociales y nacionales que condicionan su emergencia, debiéndose en consecuencia luchar hasta que desaparezcan esas condiciones para erradicar de esta manera la violencia de la historia. Tercero, que considera lícito, sin embargo, el uso de la violencia revolucionaria como expresión del derecho de legítima defensa en el campo de los conflictos sociales interiores, así como ese mismo principio es válido para legitimar las guerras defensivas entre naciones, según el Derecho Internacional”. (3)
Entre los asiduos visitantes a Capuchinos, estaba Clotario Blest, quien por lo demás visitaba a todos los presos políticos, pero con Clodomiro tenían una amistad de décadas ya que él, siendo ministro del Trabajo de Ibáñez,
Respecto a la acusación del carácter totalitario atribuido al marxismo, Almeyda lo discutía señalando que la doctrina marxista del socialismo es esencialmente contraria al totalitarismo ya que aspira al establecimiento creciente de la soberanía de la sociedad civil hasta lograr la extinción del Estado. De igual modo, señalaba que su ideal de democracia ejercida directamente por los trabajadores rechazaba conceptualmente el llamado “socialismo de Estado”, y sus consiguientes deformaciones autoritarias y burocráticas.
Por otro lado, afirmaba que podían ser totalitarios, y de hecho lo eran, algunos regímenes donde imperaba el liberalismo a ultranza negando el desarrollo democrático: “Totalitaria puede llegar a ser una sociedad económicamente liberal, en la que la libre competencia concentra el poder económico y político y mediante ellos controle los medios de comunicación y por tanto moldee de acuerdo a sus intereses las ideas y valores que inspiren a la sociedad. Un papel como el que desempeña el complejo financiero, industrial-militar en los Estados Unidos, que sin darse cuenta es uno de los países más totalitarios del planeta”. (4)
Por último, ante la acusación de que el marxismo promovía la lucha entre las clases, el ex Canciller argumentaba que, en el pensamiento marxista, la tesis de la lucha de clases estaba inextricablemente unida al postulado de la supresión de la sociedad de clases que, en otros términos, significaba el fin de la explotación del hombre por el hombre: “La doctrina marxista no propugna ni se funda en la lucha de clases. Lo que propugna, es decir, su fin, es precisamente lo contrario: el establecimiento de una sociedad sin clases y en la que no exista por lo tanto lucha entre ellas.
Lejos de hacer una apología de la lucha de clases, el marxismo se empeña por contribuir a su erradicación de la sociedad, a fin de alcanzar mediante la abolición de las clases un nivel más alto de armonía social”. En esa perspectiva, Almeyda explicaba que el marxismo reconoce la necesidad de “encauzar, organizar, hacer consciente y dirigir las luchas de clases” con miras a la construcción de una sociedad sin clases, evitando así que esas luchas se desarrollen en un plano primario y destructivo produciendo efectos entrópicos en la sociedad sin apuntar a la superación de la raíz de la conflictividad social, principal fuente de las injusticias. (5)
Comprendiendo su ineluctable proscripción, en los párrafos finales de su alegato Almeyda reivindicó su honra difamada por imputaciones arteras, sin dejar de enrostrarles a sus acusadores la farsa que significaba ante el Derecho y la Razón todo el proceso: “¡Cómo se va a tomar en serio este juicio en que se quiere proscribir a un ciudadano por violentista y apologista del terrorismo, por quienes en poder que tienen es producto del ejercicio de la violencia ilegítima y que han ejercido sin escrúpulos durante 14 años, ante el mundo estupefacto, que no puede entender que quienes bombardearon La Moneda para deponer al Presidente constitucional dictan ahora cátedra sobre lo que es y debe ser una conducta pacífica, democrática y legalista!…
¡Cómo no va a ser absurdo que el régimen que más poder ha concentrado en la historia de Chile y se empeña en prolongarse o “proyectarse” a través de la puesta en práctica de una Constitución que institucionaliza esta concentración del poder, de una autocracia, quiera proscribir de la vida política a un hombre cuya vida ha estado y está consagrada a recuperar, desarrollar y profundizar la democracia en nuestra patria!… ¡Cómo no va a ser un contrasentido que el régimen que más ha contribuido a escindir el cuerpo político y moral de Chile, en dos Chiles, el Chile de los pobres y el Chile de los ricos, llevando hasta el extremo la conflictividad en el seno de la sociedad, acuse a un ciudadano para proscribirlo de la vida política, a un chileno cuya actividad está signada, sí señores, por buscar la paz a través de la realización de la justicia, sí, repito, la paz a través de la realización de la justicia!”. (6)
Durante su permanencia en el presidio Almeyda enfrentó la acusación de la dictadura de transgredir el artículo octavo de la Constitución que prohibía adherir a la doctrina marxista. Se constituyó así un tribunal con atribuciones inquisitoriales para sancionar ejemplarmente la supuesta conducta delictiva del acusado.
El 21 de diciembre de 1987 el Tribunal Constitucional sentenció a Almeyda a diez años de pérdida de sus derechos cívicos. La condena no fue una sorpresa porque no se podía esperar otra decisión de los jueces rastreros del régimen. Sin embargo, la dictadura al buscar irracionalmente un “chivo expiatorio” en la persona de Almeyda como ejemplo de lo que no se debía hacer, produjo una inesperada ola de solidaridad nacional e internacional que venía no sólo a darle un espaldarazo al acusado, sino a fortalecer la lucha antidictatorial y a validar la legitimidad del socialismo dentro de la oposición. Almeyda se convirtió así en un símbolo de las profundas aspiraciones democráticas del país, de la inteligencia crítica que, sin temor, se había atrevido a rebelarse contra el régimen abyecto representándole a sus adláteres sus irracionalidades e infamias, a la vez que reivindicando los ideales y valores éticos que daban sentido a su lucha por la liberación de nuestro pueblo.
III
Poco antes del plebiscito vinieron a visitarlo unos camaradas de Chile Chico, localidad sureña donde estuvo relegado y en la cual sorprendentemente había trabajo partidario en los años dictatoriales, haciendo su estadía en ese paraje más acogedora y familiar. Almeyda consultó cómo estaba la correlación de fuerzas para la justa en las urnas, y uno de los camaradas le dijo que se ganaría por lejos ya que se había hecho una buena campaña. El rostro de don Cloro se iluminó con la buena noticia y sentenció: “Si ganamos en el Chile Chico, ganamos en el Chile Grande”.
Después de su excarcelación –concedida por los tribunales luego de la derrota del dictador el 5 de octubre–, tuve la oportunidad de escuchar muchas veces a don Cloro en vivo, no sólo en las conversaciones personales, sino en conferencias, cursillos, seminarios, mesas redondas y actos de masas, incluyendo su emotiva alocución en los funerales de Salvador Allende.
Sin embargo, en ninguna de esas ocasiones su palabra nos caló tan hondo como su discurso con motivo del 53º aniversario de la Juventud Socialista, realizado en un teatro de la capital poco después de su salida de la cárcel, cuando por todos lados asomaba un júbilo colectivo incontenible por el fin próximo del régimen vesánico. El paisaje humano estaba cambiando junto con el clima político. Almeyda no era un gran orador, pero en aquella velada su verbo fue memorable.
Su disertación revivía la tradición libertaria del “como decíamos ayer”, de Fray Luis de León y Unamuno, retomando una cátedra proscrita, pero no acallada. En pocos instantes concentró la atención absoluta de la concurrencia. Comenzó indicando la promisoria etapa que se iniciaba para nuestro pueblo con el triunfo en el plebiscito para dejar atrás la pesadilla de tantos años; no obstante, advertía las trampas con que la dictadura dejaba amarrada fraudulentamente las instituciones políticas y económicas para abortar el nacimiento de un genuino sistema democrático.
Recordó a las víctimas de las persecuciones y de la represión, a quienes inmolaron su vida por la justicia y la libertad, y se refirió al ejemplar sacrificio de Salvador Allende. Más adelante, en un lenguaje sencillo, se explayó con profundidad en las dramáticas circunstancias que rodean a la vida contemporánea. Observaba que la revolución científico-técnica y la eficiencia lograda en la producción habían creado –como nunca en la historia– una inmensa riqueza y los medios materiales para satisfacer las necesidades de la humanidad toda, pero que esas riquezas eran absurdamente derrochadas en los países desarrollados por el consumo superfluo y una irracional industria armamentista, condenando inmisericordemente a la miseria, la hambruna y al atraso a las tres quintas partes de la población mundial.
En ese contexto, consideraba que el predominio del sistema capitalista no sólo privaba a la mayoría de los pueblos de la tierra de los frutos comunes del trabajo colectivo, sino que denigraba a la especie humana en su integridad, pues mientras este orden inicuo condenaba a las mayorías oprimidas a la degradación material y cultural, por otro lado, permitía la indolencia y degeneración moral de las minorías opresoras que detentan el poder.
El 21 de diciembre de 1987 el Tribunal Constitucional sentenció a Almeyda a diez años de pérdida de sus derechos cívicos. La condena no fue una sorpresa porque no se podía esperar otra decisión de los jueces rastreros del régimen. Sin embargo, la dictadura al buscar irracionalmente un “chivo expiatorio” en la persona de Almeyda como ejemplo de lo que no se debía hacer, produjo una inesperada ola de solidaridad nacional e internacional
Cuestionando el dogma de que el capitalismo basado en el afán de lucro era el único sistema social exitoso para el progreso, explicó por qué el socialismo constituye una opción por la causa de la humanidad: “El socialismo –apuntó en uno de sus pasajes centrales–, no sólo no está obsoleto ni periclitado, como lo pretenden los ideólogos del neoliberalismo de moda, sino que, al contrario, es la única respuesta posible existente y creativa para resolver las grandes contradicciones y sinrazones absurdas que abruman al hombre contemporáneo…
El socialismo es la única respuesta a la expulsión del espíritu de la civilización material engendrada por el capitalismo que carece de alma, de sentido, de justificación… El socialismo le devuelve al hombre y a sus productos materiales su razón de ser, insertando su quehacer en la gran empresa de realizar la Justicia y alcanzar la verdadera Libertad, creando una sociedad en las que puedan desplegarse, en provecho de todos, sus reales potencialidades, sobre la base del uso conforme a la razón de los recursos de diversa índole que ha logrado acumular la milenaria historia del trabajo humano…
La utopía socialista ya no es una utopía, sino una exigencia imperiosa de la realidad. El socialismo es cada vez más actual y necesario a nivel mundial. La subversión del orden establecido, la Revolución con mayúscula, está a la orden del día, mal que les pese a los teorizadores del pragmatismo mediocre y pedestre que quieren prolongar y reproducir un orden en que la Ciencia y la Técnica están al servicio de la nada, mientras miles y millones de personas no alcanzan a aprovecharse de sus frutos y viven en condiciones indignas e inhumanas… Para hacer realidad el socialismo a escala planetaria –que es la única escala donde puede evidenciar sus ricas virtualidades– es necesario adquirir conciencia de que él mundo es uno solo, de que la lucha por la justicia es una sola, sea donde sea el ámbito territorial en que se dé, y de que el llamamiento de “Proletarios de todos los países uníos”, con que termina el inmortal Manifiesto Comunista de Marx y Engels está hoy día más vigente que nunca”. (7)
En síntesis, en breves minutos, en forma pedagógica, Almeyda expuso toda una concepción del mundo. El silencio era asombroso, y el público seguía extasiado con sus palabras. En buen chileno, “no volaba ni una mosca” en el teatro. Posteriormente, consulté a varios compañeros, algunos modestos pobladores, sobre la impresión del acto. Todos coincidían en la misma sensación: don Cloro “se las había mandado”. Su discurso fue una verdadera clase magistral donde se reveló como un maestro de juventudes y de toda persona que conservase un espíritu juvenil, es decir, de rebeldía hacia la injusticia y a la irracionalidad del orden imperante. Afortunadamente, el texto corre impreso, pero su lectura en letras de molde no causará, seguramente, la misma emoción de quienes escuchamos su palabra viva en esos apremiantes momentos históricos.
IV
A comienzos de la década de 1990 Almeyda encabezó junto a Jorge Arrate el proceso de reunificación del socialismo chileno, pero instalado el gobierno de Patricio Aylwin fue designado Embajador en la Unión Soviética para reestablecer las relaciones diplomáticas y comerciales con ese país quebrantadas desde el golpe de Estado. Aunque don Cloro tenía las dotes requeridas para cumplir esa misión, en no pocos círculos se sospechó que el cargo no era sólo un “premio de consuelo” –como son muchas de las designaciones diplomáticas–, sino que tras ella se embozaba una perversa maniobra de ciertas autoridades para sacarlo de la escena política nacional y de la dirección del Partido Socialista. Según Rafael Otano, su presencia incomodaba en sus cálculos a las diversas tendencias del socialismo y sus “grandes amigos” Camilo Escalona, Germán Correa y Ricardo Solari, “se habían alejado elegantemente de él”. Su salida del país fue entonces “una aplicación impecable del promoveatur ut amoveatur de la diplomacia vaticana: promoverlo para sacarlo del medio”. (8)
Con todo, Almeyda estaba interesado en conocer en terreno la “Perestroika” y el significado que ese proceso de rectificación tendría para el socialismo. Pese a sus expectativas, asistió, en cambio, a la catastrófica “implosión” de la Unión Soviética y fue testigo presencial de lo que el historiador británico Eric Hobsbawm llamó el fin del “siglo corto”. Este acontecimiento lo comentó lapidariamente en una frase: “Vi arriar en el Kremlin la bandera roja con la hoz y el martillo”, según declaró en una entrevista a la periodista Florencia Varas. (9)
Después de su excarcelación –concedida por los tribunales luego de la derrota del dictador el 5 de octubre–, tuve la oportunidad de escuchar muchas veces a don Cloro en vivo, no sólo en las conversaciones personales, sino en conferencias, cursillos, seminarios, mesas redondas y actos de masas, incluyendo su emotiva alocución en los funerales de Salvador Allende.
Almeyda reflexionó en diversos textos sobre lo que llamó el “colapso de los socialismos reales”. En todos ellos, sin embargo, cuestionó que también estuviese en crisis el marxismo como fuente del pensamiento crítico contemporáneo y método de interpretación de la realidad que, en su opinión, seguía constituyendo un punto de vista para situarse frente a la sociedad y al mundo. Afirmaba que, como matriz teórica no sólo podía dar cuenta de las contradicciones del capitalismo, sino que también explicar la crisis de los llamados regímenes socialistas.
Desde esta perspectiva, esbozó una interpretación sobre los motivos que malograron esta experiencia que había torcido el curso de la historia universal: “El intento de construir una sociedad socialista a marchas forzadas, en una parte del mundo, con un insuficiente desarrollo económico y cultural, aisladamente, y en condiciones de un abierto antagonismo con los Estados más avanzados del planeta, y sin que tampoco los valores socialistas hayan impregnado mayoritariamente a la conciencia social, todo este complejo de circunstancias tenía que conducir, necesariamente, a esas experiencias socialistas, a su deformación primero y a su colapso después, a través de un proceso difícilmente reversible…
Ante la magnitud de las dificultades que se interponían en la faena política emprendida y que brotaban de la insuficiencia de las condiciones para la emergencia y viabilidad de un socialismo maduro, se intentó suplir esas carencias a través de una hipertrofia del aparato del Estado, al que se le asignó la misión imposible de llevar a cabo simultáneamente las tareas incumplidas por el capitalismo y, al mismo tiempo, la implantación de relaciones socialistas de producción y de propiedad. Para lograr tan ambiciosos objetivos, junto con generarse un Estado absorbente, centralizado y monopólico, hubo primero que limitarse y, luego después, suprimirse los rasgos democráticos en el movimiento social y en el campo político, terminando finalmente por instalarse y consolidarse un cerrado e impermeable autoritarismo represivo, vuelto de espaldas al resto del mundo y encerrado en sí mismo”. (10)
La frustración de las experiencias del socialismo “real” llevaba a concluir a nuestro autor que la empresa iniciada por los revolucionarios rusos en Octubre de 1917, sólo podría haber sido exitosa si, por un lado, desde el punto de vista político el proceso se hubiera desarrollado en la dirección del socialismo y la democracia; es decir, complementado con el libre juego de las fuerzas democráticas; y si, por otro lado, culturalmente, hubiese conquistado la hegemonía ideológica en la conciencia mayoritaria de la población, logrando así el respaldo popular para edificar un nuevo régimen.
Añadía que el éxito de la Revolución Bolchevique en un sentido socialista y democrático dependía, también, de un eventual triunfo de las fuerzas revolucionarias en los países capitalistas avanzados de Europa central o, a lo menos, haberlos dispuestos para la cooperación con la Revolución Rusa en el campo del comercio internacional, el crédito y las inversiones, lo cual, empero, era casi imposible que ocurriese. Pese a las condiciones adversas, Almeyda acotaba que las tareas acometidas por los revolucionarios bolcheviques en el terreno económico fueron relativamente exitosas, recordando la Nueva Política Económica (NEP) implementada entre 1921 y 1924, que significó un despliegue de las fuerzas productivas internas en el marco de una planificación macroeconómica flexible. Sin embargo, todos estos logros positivos, más tarde o más temprano, chocarían con dificultades objetivas, unidos a errores subjetivos derivados de la inmadurez voluntarista, repercutiendo gravemente en el derrotero que adoptaba el régimen soviético.
Almeyda planteaba que el balance histórico de los socialismos reales no debía hacerse en blanco o en negro, porque la realidad no es así. El fracaso del modelo socialista autoritario no invalidaba las significativas conquistas en diversas áreas de la vida social que avalaban, en ciertos aspectos, su función en el progreso social. Respaldaba esta opinión mencionando los éxitos en la eliminación de la extrema pobreza, los mayores niveles de igualdad y la elevación de los niveles educacionales y culturales de la mayoría de la población. Agregaba sus conquistas en las ciencias y en el desarrollo tecnológico, como la expansión de algunas ramas de la economía. No obstante, reconocía que estos progresos materiales no pudieron evitar un estancamiento en el desarrollo económico y fueron insuficientes para competir con el capitalismo occidental, lo cual no era un impedimento para reconocer sus positivos avances sociales.
A comienzos de la década de 1990 Almeyda encabezó junto a Jorge Arrate el proceso de reunificación del socialismo chileno, pero instalado el gobierno de Patricio Aylwin fue designado Embajador en la Unión Soviética para reestablecer las relaciones diplomáticas y comerciales con ese país quebrantadas desde el golpe de Estado.
Por otra parte, constataba que, a pesar de las similitudes de los socialismos reales, también se debía considerar la diversidad de los ensayos, cada uno en su mérito y especificidad. Ejemplificaba con el modelo chino, que significó la transformación de esta nación tradicional en una verdadera superpotencia económica. En suma, sostenía que todas estas tentativas, con sus carencias y deformaciones, aventajaron en muchos aspectos al modelo neoliberal, idealizado por las fuerzas conservadoras. (11)
Durante el período de su misión en Moscú ocurrió el bullado affaire Honecker, en el cual el ex hombre fuerte de la desaparecida RDA, aquejado de una enfermedad terminal, ingresó a la casa del Embajador pidiendo asilo en nuestro país. Las autoridades chilenas negaron el asilo y sólo aceptaron la calidad de “huésped” temporal a quien había otorgado incondicionalmente refugio a cientos de chilenos perseguidos por los esbirros de Pinochet. Había abundantes y consistentes fundamentos jurídicos, políticos y humanitarios para conceder el asilo a Honecker –conocidos de sobra por los “doctores de la ley” de la Concertación–, pero el Gobierno de Aylwin, en un acto típico de servilismo y cobardía moral, terminó expulsándolo de la Legación chilena para ser juzgado en la Alemania unificada. Con esa decisión pusilánime y aleve, las autoridades concertacionistas adoptaban una actitud reñida con toda la tradición republicana que hacía de nuestro país un “asilo contra la opresión” y un refugio para los perseguidos políticos; y Honecker era entonces, para bien o para mal, un perseguido político (12).
Mientras el ex líder germano oriental estaba de “huésped” en la sede chilena en Moscú, Almeyda se encontraba en Santiago y, bajo la eufemística figura de que estaba “en consulta”, fue retenido para impedir que retomara su cargo. En esos intríngulis, cuando toda la prensa de derecha, los lacayos de la dictadura y no pocos dirigentes advenedizos de la Concertación responsabilizaban rabiosamente a Almeyda de estar detrás del affaire, me encontré con él a la salida del Correo Central.
Lo saludé afectuosamente y le manifesté mi solidaridad por el escarnio que hacía la ralea de oportunistas de su persona. Trató de minimizar el acoso que vivía y, tomando una perspectiva más política, señaló que la situación de Honecker podía prolongarse por años, recordando el caso de Haya de la Torre quien estuvo cinco años refugiado en la Embajada de Colombia en Lima. Lamentablemente, con la expulsión de Honecker, el Gobierno chileno, cediendo a las presiones de una potencia extranjera, sentó un precedente internacional que más tarde adoptaría, de manera similar, el Gobierno de Ecuador con la también cobarde expulsión de Julian Assange refugiado en su Embajada en Londres. Poco tiempo después, Almeyda fue desplazado de su puesto diplomático, que no era sino una manera sinuosa de tomar represalias y desautorizar la licitud de sus principios.
V
Despojado de todo cargo político, Almeyda sentó sus reales en una institución cultural llamada “Casa Canadá”, en el barrio Bellavista de Santiago. Ahí trasladó su inmensa biblioteca con el fin de crear una instancia de reflexión intelectual y debate ideológico. Ocasionalmente lo visitaba en ese espacio para conversar y conocer sus proyectos. Desde ahí levantó su candidatura a la presidencia de su colectividad con una propuesta titulada “El Partido Socialista como yo lo quiero”, que buscaba enmendar el rumbo conservador que estaba tomando su dirección partidaria reivindicando a los principios doctrinarios del socialismo y asumiendo los nuevos desafíos políticos. (13)
Para sorpresa de muchos que lo apoyamos, su postulación fue derrotada por sectores desgajados del antiguo “almeydismo” quienes, arguyendo una renovación partidaria, le daban la espalda al viejo líder. En esa institución don Cloro fue uno de los promotores de los actos del centenario del pensador marxista peruano José Carlos Mariátegui en 1994, toda vez que él mismo había sido el primer editor en Chile de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Su clase magistral en el acto de clausura de estos homenajes está recogida en un folleto. (14) Estando en esa misma institución, al año siguiente, se sumó a los homenajes por el centenario de la muerte de José Martí, acreditando, nuevamente, su incansable vocación latinoamericanista.
En general, Almeyda fue prudente en sus opiniones sobre los gobiernos de la Concertación que le tocó vivir, honrando los compromisos partidarios con la coalición. Sin embargo, dejó varios artículos de prensa críticos a la política oficialista que adoptaba sin ningún pudor el modelo neoliberal y se acoplaba a los intereses de los grandes grupos económicos. En uno de ellos, formuló sin rodeos su impresión negativa de la Administración de Eduardo Frei Ruiz Tagle que, en la práctica, no difería en absoluto de un gobierno de la derecha económica: “Un gobierno como este –escribía–, presidido por un ingeniero-empresario, cuya primera actividad una vez instalado fue la de convocar a una muestra del empresariado mundial para presentarse en sociedad, y que cuando se trasladó en masa a incorporarse al Foro del Asia Pacífico fue acompañado por decenas de hombres de negocios y ningún trabajador; un gobierno cuyos ministros se pasean proclamando en cuanto torneo, exposición o convivencia empresarial que hay en el país que su política es la de una modernización productiva, dando de ésta una versión lo más inocua posible en su dimensión social y transformadora, para no asustar a los anfitriones e inducirlos a invertir y a apoyarlo políticamente; un gobierno que ahora se ufana destacando que su principal éxito es la incorporación de Chile al Nafta, que en la imaginería popular responde a la ecuación NAFTA igual Estados Unidos; igual capitalismo; igual explotación; un gobierno que, last but not least, hasta en su política discriminatoria frente a Cuba parece atenerse más a los consejos editoriales de El Mercurio, máximo vocero empresarial, que al sentido común y al programa de la Concertación; un gobierno que se muestra así, no puede ser percibido desde el estado llano sino como un gobierno de los empresarios, que en la tosca imagen popular es lo mismo que un gobierno de los ricos. Y los pobres que son la inmensa mayoría del país, no pueden considerarlo, por tanto, como suyo y sentirse identificado con él, en tanto lo definen –con mayor o menor razón– como un gobierno controlado por quienes no comparten sus inquietudes ni viven ni sienten las injusticias y privaciones que padecen”. (15)
Despojado de todo cargo político, Almeyda sentó sus reales en una institución cultural llamada “Casa Canadá”, en el barrio Bellavista de Santiago. Ahí trasladó su inmensa biblioteca con el fin de crear una instancia de reflexión intelectual y debate ideológico. Ocasionalmente lo visitaba en ese espacio para conversar y conocer sus proyectos.
En su artículo Almeyda advertía la necesidad de contener la tendencia perversa de la captura del gobierno por el empresariado, que ya estaba en un proceso creciente de alianza y compenetración con las autoridades concertacionistas a quienes –cuando cesaban en sus cargos–, cooptaban con puestos en los directorios de sus empresas para comprometerlos con sus prebendas. Se producía, así, la puerta giratoria entre empresas privadas y cargos gubernamentales o parlamentarios que, en la práctica, permitía a los empresarios “comprar” a los políticos dispuestos a “venderse” para defender sus intereses. Por otro lado, para nuestro autor no bastaba que el gobierno exhibiera los guarismos del crecimiento macroeconómico, o índices de que el país crecía o de que la pobreza disminuía por la aplicación de las políticas neoliberales sino de que se definiera en qué lado del espectro social se ubicaba y cuáles intereses de la sociedad civil estaba dispuesto a representar: “Se trata de algo más serio: sustituir la imagen de un gobierno de los empresarios por la de un gobierno de la gente, avalado por los hechos y, sobre todo, por estilos y formas que así lo demuestren, por más que ellos afecten y molesten a más de alguien. No se puede dejar satisfechos a todos y siempre hay que tener presente el viejo y bíblico refrán: La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo”. (16)
Esta observación no fue episódica, sino que estuvo presente en nuestro autor hasta el final de sus días. En uno de sus últimos artículos reconoció categóricamente que las políticas económicas de la Concertación habían fracasado en el terreno de la distribución. A diferencia de lo que llamaba la “izquierda populista”, que profería una crítica abstracta y de bulto a todo el manejo de la economía, Almeyda hacía los distingos necesarios de todo análisis riguroso. Rescataba el control de las “variantes macroeconómicas”, especialmente, de la mantención del valor de la moneda que posibilitaba la estabilidad y el crecimiento económico que eran, a su juicio, condiciones necesarias, aunque no suficientes para una política redistributiva eficaz.
No obstante, consideraba que el fracaso de las políticas redistributivas de la Concertación residía en la definición adoptada por los responsables de la política económica quienes se habían inclinado pérfidamente en favor de los grandes intereses particulares, en lugar de haber defendido las demandas de las grandes mayorías de la población. Almeyda estimaba que el predominio incontrarrestable de los grandes grupos privados en la economía nacional, contando con la obsecuencia de las autoridades, barrenaba el proceso de democratización de nuestra sociedad reivindicando la función correctora, reguladora y planificadora del Estado como entidad garante del interés público: “Hay que cuestionar la orientación de las actividades productivas, el destino de los excedentes económicos en acelerado crecimiento, hay que plantear que ellos se apliquen a satisfacer las necesidades populares y a generar las mercaderías para ello, en vez de destinarse a calmar las apetencias de un mercado que refleje el poder de compra de los sectores de altas rentas, víctimas de un consumo desenfrenado.
Consumismo que brota espontáneamente de una sociedad de matriz individualista, basada en el lucro y en la apología del egoísmo… Una crítica a la pauta distributiva del excedente económico supone cuestionar los parámetros de una economía capitalista de mercado, reponiendo una adecuada asignación de responsabilidades al Estado y demás poderes públicos en tanto sean representantes de las grandes mayorías nacionales y promotores del bien común de toda la sociedad. Lo que significa también reponer la significación del plan como instrumento privilegiado para encaminar la economía hacia finalidades socialmente deseables, insertando para ello al mercado y a la empresa privada en un contexto general signado por la primacía de los valores de uso, que emergen de la condición humana”. (17)
Almeyda tuvo, asimismo, gestos significativos que acusaban su disconformidad con el rumbo de la “transición”, como sumarse al “Foro por la Democracia”, instancia convocada por Manuel Cabieses para exigir un cambio de la Constitución de Pinochet y Jaime Guzmán. Con esta demanda se habían comprometido todos los partidos opositores a la dictadura, pero una vez asumidos los gobiernos civiles rápidamente fue echada al olvido. El Foro sesionaba en la oficina de la revista Punto Final, a la entrada de la calle San Diego, donde participaban unas doce o quince personas, entre ellas, el propio Cabieses y su hija Francisca, periodista como su padre, Hernán Soto, subdirector de la publicación, la jurista Graciela Álvarez, la actriz Shenda Román, la activista Coral Pey, el ex Senador Ramón Silva Ulloa, el historiador Luis Vitale, el ex preso político y cristiano por la liberación, Raúl Reyes, algunas compañeras de las agrupaciones de víctimas de la represión y, marginalmente, otros más y quien esto escribe, sin ningún pergamino relevante.
En general, Almeyda fue prudente en sus opiniones sobre los gobiernos de la Concertación que le tocó vivir, honrando los compromisos partidarios con la coalición. Sin embargo, dejó varios artículos de prensa críticos a la política oficialista que adoptaba sin ningún pudor el modelo neoliberal y se acoplaba a los intereses de los grandes grupos económicos. En uno de ellos, formuló sin rodeos su impresión negativa de la Administración de Eduardo Frei Ruiz Tagle que, en la práctica, no difería en absoluto de un gobierno de la derecha económica.
Esta iniciativa no contó con el respaldo oficial del Partido Socialista; antes bien, muchas de sus autoridades que estaban comprometidas con un proceso de “renovación” buscaban desembarazarse de la matriz transformadora del socialismo chileno para convertirlo en una entidad tecnocrática y administradora del modelo. Más aún, gran parte de sus dirigentes mostraron una aquiescencia cómplice con la institucionalidad dictatorial y el continuismo neoliberal, hasta el punto de que uno de ellos llegó a afirmar –varios años después de la desaparición de don Cloro– que quienes se empeñaban tozudamente al cambio de la Constitución (entre los que siempre me he incluido) eran unos “fumadores de opio”.
La radicalidad de Almeyda estaba muy lejos de esta domesticación ideológica y del pragmatismo político de muchos de sus camaradas, sustentando siempre posiciones avanzadas y tratando de ser consecuente con el ideario revolucionario que había abrazado desde su juventud. Asimismo, procuraba comprender el devenir social a partir de la concepción dialéctica de la historia; vale decir, considerando los múltiples escenarios políticos probables sin conformarse, por un realismo mal entendido, con el existente como el único posible. Esta posición, claramente acomodaticia y conservadora, estaba reñida con la rebeldía del acervo socialista y terminaba validando la perpetuación del orden establecido. Por el contrario, todo su quehacer político tenía como horizonte el socialismo, comprendido como un estadio superior de convivencia colectiva que no adviene de golpe, sino que es resultado de aproximaciones sucesivas y parciales, pero nunca definitivas.
No creía en utopías quiméricas que estaban fuera de la historia, sino en un proceso en que la humanidad marcha incesante y progresivamente en la emancipación de todas las esclavitudes sociales, económicas y culturales para ir conquistando su propia condición humana y desarrollando sus infinitas virtualidades. Por ello no se cansaba de repetir aquella tesis capital del pensamiento crítico contemporáneo formulada por el joven Marx de que no basta con interpretar el mundo, sino que es preciso transformarlo.
VI
Don Cloro fue un actor fundamental de la historia política chilena durante medio siglo: intelectual orgánico del socialismo vernáculo; teórico del marxismo latinoamericano; Ministro del Trabajo durante el segundo gobierno de Ibáñez; diputado en representación del P. S. a comienzos de los años 60 y agudo crítico del “Gobierno de los Gerentes”; académico y director de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chile y, en sus días postreros, de la Escuela de Sociología de la misma Casa de Estudios; miembro de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS); Canciller del Gobierno de Salvador Allende y artífice de su política exterior; Vicepresidente de la República; prisionero político y proscrito por la tiranía; líder máximo del socialismo chileno y pieza clave en la recomposición de las fuerzas de izquierda durante la inacabada reconstrucción democrática. Su legado intelectual también merece un reconocimiento como autor de múltiples libros, folletos y documentos, a los que se unen cientos de artículos en periódicos como Las Noticias de Última Hora, Espartaco, Arauco, Cuadernos de Orientación Socialista, Araucaria de Chile, Unidad y Lucha, Nueva Sociedad y Encuentro XXI, entre otros.
Con motivo del centenario del nacimiento de Clodomiro Almeyda, en el contexto del medio siglo del fin dramático del Gobierno de la Unidad Popular y de la tragedia que sobrevino al pueblo chileno en los años siguientes, creemos que es un imperativo ético e intelectual, por parte de quienes compartimos su ideario, recuperar la memoria de esta figura imprescindible de nuestra historia. Su legado doctrinario, político y, ante todo, humanista se proyecta “después de vivir un siglo”, vigente y revitalizado en las nuevas jornadas de rebeldía para edificar un sistema social más justo y más digno del ser humano.
Referencias
La mayoría de estos textos se pueden consultar en la Biblioteca Digital “Clodomiro Almeyda”, Portal del Socialismo Chileno (www.socialismo-chileno.org). Agradecemos a su curador, Pepe Balaguer, por las facilidades para acceder a estas publicaciones.
1) Clodomiro Almeyda M., El alegato de Almeyda ante el Tribunal Constitucional, Santiago, Centro de Estudios Avance, 1987, p. 6.
2) Ibídem, pp. 13-14.
3) Ibídem, p. 16.
4) Ibídem, p. 18.
5) Ibídem, p. 19
6) Ibídem, pp. 22-23.
7) Clodomiro Almeyda M., El pueblo derrotará nuevamente a quienes representen la continuidad del régimen (Discursos), Santiago, 1988, pp. 9-10.
8) Rafael Otano, Nueva crónica de la transición, Santiago, LOM Ediciones, 2006, p. 302.
9) El Mercurio, 15 de febrero de 1998, p. D 14.
10) Clodomiro Almeyda M., “En el debate de los socialistas chilenos”, en Obras Escogidas (1947-1992), Santiago, ediciones del Centro de Estudios Políticos Latinoamericano Simón Bolívar, 1992, p. 359.
11) Ibídem, pp. 359 y ss.
12) Honecker fue juzgado y condenado en Alemania y verificada la gravedad de su enfermedad fue dejado en libertad, terminado sus días en Chile en mayo de 1994.
13) Clodomiro Almeyda M., “El Partido Socialista como yo lo quiero”, en Obras Escogidas (1947-1992), pp. 379-382.
14) Clodomiro Almeyda M., Mariátegui 100 Años, años (Homenaje al centenario del nacimiento de José Carlos Mariátegui), Santiago, Centro Avance, 1994.
15) Clodomiro Almeyda M., “¿Gobierno de empresarios?”, La Época, 19 de diciembre de 1994, p. 8.
16) Ibídem, p. 8.
17) Clodomiro Almeyda M., “Reflexiones en torno a una recuperación de las izquierdas”, Encuentro XXI, Primavera de 1996, Año 2, N° 6, pp. 80-81.
(*) Marcelo Alvarado Meléndez es investigador y escritor, autor de los libros «Manuel Astica. El revolucionario utópico»(2015) y «Alfredo Lagarrigue. Un positivista precursor de la vía chilena al socialismo» (2022).
09/02/2023.
Fuente: https://interferencia.cl/articulos/reencuentro-con-don-cloro-despues-de-vivir-un-siglo-1923-2023
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Almeyda como demoledor del PS (Glosa de dos artículos teóricos) (O. Waiss, 1982) en Pensamiento Socialista. Tribuna chilena de ideología y política, n25, sept-oct 1982
https://www.socialismo-chileno.org/PS/waiss/Waiss25/Waiss25.html#page=1