Élites empresariales y malestar social.
Para quienes hemos estudiado el comportamiento del gran empresariado chileno en las últimas décadas, el reciente portazo de los máximos representantes del sector a la propuesta de nuevo pacto fiscal por parte de Hacienda no nos produce sorpresa. Ni siquiera frente a dos supuestos que venían instalándose sobre este asunto a través de los medios y algunos analistas: en primer lugar, que tras el 18 de octubre de 2019 la élite empresarial del país había obtenido una serie de lecciones reflejadas en su apertura al diálogo, y una actitud más autocrítica y reflexiva que antes; y, además, que el cambio generacional y la incorporación de mujeres en posiciones de liderazgo empresarial darían pronto cuenta de una renovación del sector, al fin proclive a una mayor heterogeneidad y pluralismo en sus posiciones ideológicas y valóricas.
Podíamos contar, se nos aseguraba, con un empresariado de actitud más receptiva, un orden menos jerárquica y/o una disposición a la autocrítica.
Sin embargo, la conducta demostrada en lo que va del año, particularmente la oposición de los gremios empresariales a cualquier propuesta de alza en materia tributaria, no parece diferir demasiado —tonos más, tonos menos— a la ya conocida. Lo es, primero, porque las élites del país históricamente han entendido los tributos como un problema solo de recaudación, y no de redistribución. Así se manifiesta, por ejemplo, en la declaración con la que esta semana la CPC sugirió al gobierno aumentar sus recursos a través de mayor eficiencia en el gasto público; disminuyendo la burocracia y combatiendo la informalidad y la evasión. Junto con ello, sugieren generar las condiciones que permitan una mayor inversión y certeza jurídica. Su base de argumentación, en simple, es que no hay nada como el crecimiento para obtener recursos económicos.
En segundo lugar, su rechazo hacia las reformas tributarias, en general, proviene de haber conseguido sistemáticas victorias en sus esfuerzos por bloquear o modificar en grado importante sucesivas propuestas fiscales. Esto ha acostumbrado al empresariado a una retórica «transformativa» que no incentiva realmente una disposición dialogante. Son élites que están lejos de sentirse interpeladas por el cuestionamiento ciudadano y que por momentos parecen no sentir algún grado de responsabilidad (más allá de simulacros discursivos) respecto del malestar actual.
Muy por el contrario, el empresariado se sigue percibiendo como el único actor capaz de solucionar la crisis en la que nos encontramos, o al menos ofrecer las recetas para enfrentarla. Y esto, sin apartarse de su permanente marco normativo de resolución de conflictos, que promueve la vuelta de la política de los acuerdos, el respetar la legalidad vigente, la valorización de la técnica y la profesionalización del aparato público con el fin de evitar la polarización y división del país. Imponen, así, lo que Fairfield (2015) denomina el poder estructural e instrumental. Si el primero está fundado en la posición dominante en lo económico de los agentes privados y por lo tanto lleva a los legisladores a tener en cuenta el rol de estos para implementar decisiones y políticas económicas que puedan afectar la inversión y el crecimiento económico; el poder instrumental, en tanto, entabla relación con la influencia que ejercen esos agentes económicos sobre los partidos políticos, los medios de comunicación y el reclutamiento de los «suyos» en el aparato político, argumentando a favor de la superioridad técnica y legalidad vigente.
Si se quiere hablar de aprendizaje, resulta clave determinar la proporción entre habitus (los criterios de valoración heredados y naturalizados) y reflexividad (la autocrítica y atención a las consecuencias no deseadas de su comportamiento) que despliegan dichas élites en sus discursos y prácticas en un contexto de conflictividad social. En términos simples, solo se puede hablar de aprendizaje cuando las élites en cuestión son capaces de reconocer no sólo la magnitud del problema si no de entender cómo éste se vincula con el modo en que ellas mismas han actuado en función de sus propios intereses. De acuerdo con la combinación o preeminencia entre habitus y reflexividad pueden distinguirse dos tipos de reacciones (siempre teniendo en cuenta que se trata de combinaciones variables): i) las transformativas, que despliegan mayores niveles de reflexividad u son sensibles al contexto y a sus procesos comunicativos; y ii) las no-transformativas, en las que prevalece el habitus sobre la reflexividad, y están marcadas por la distorsión comunicativa (donde no se reconoce la validez ni relevancia de las demandas, y cuentan con escasa percepción de los cambios y estímulos del entorno).
Así entonces, las declaraciones efectuadas en estos días por la CPC sobre reforma tributaria, crisis económica y manejo de los fondos fiscales viene a ratificar lo que hemos podido recabar tanto en distintos proyectos Fondecyt, como en la reciente publicación de artículos (2020, 2022) y libros sobre la materia (2022), para los que hemos entrevistado a líderes empresariales, en complemento con el análisis documental y de prensa de los posicionamientos de grupos económicos y gremios del empresariado chileno entre los años 2014 y 2022. La evidencia da cuenta de una escasa transformatividad de la élite empresarial, la que, en cuanto a debate por cambios significativos en el orden social y económico, se ha caracterizado por actitudes más bien de contraataque, miedo y aislamiento, cuando no de simulacros adaptativos. En general, los líderes empresariales no han cesado de deslegitimar la validez de las demandas de igualdad y las críticas al modelo económico, con razonamientos que rememoran más bien a una añeja ideología de clase y que vigorizan la tesis del capitalismo jerárquico [SCHNEIDER 2013]. La naturalización del modelo económico vigente y sus excelsas virtudes forman parte de estas reacciones no-transformativas, que están lejos de conducir a procesos de aprendizaje o transformación. De este modo, su reflexividad y capacidad de aprendizaje ha sido mucho menor a lo que se podría esperar de élites que se encuentran en cuestionamiento y que se presentan a sí mismas como las encargadas de dirigir el proceso de modernidad y desarrollo [LECHNER 1990].
Todo indica, entonces, que ni siquiera una representación más heterogénea en términos etarios y de género estaría impactando en un posicionamiento más plural y receptivo del gran empresariado chileno, por lo que se podría comprobar una continuidad y consistencia en los universos simbólicos que constituyen a dichas élites. Podrán, incluso, ser abiertas en términos sociales, en cuanto a la incorporación de miembros de sectores medios; pero la clave está en compartir y reproducir una visión de mundo caracterizada por una supuesta superioridad moral y cognitiva respecto del resto de la sociedad: certeza de que cumplen un servicio y que saben «a ciencia cierta» lo que es bueno para ésta, (auto)legitimándose como los agentes privilegiados para llevarlo a cabo.
Se trata de una certeza que no se genera simplemente en la socialización primaria ni tan sólo por concurrir a algunos colegios conspicuos, sino que, sobre todo, se reproduce en ciertas carreras en universidades de élite (ingenierías en general y luego MBAs, sobre todo en el extranjero), en la trayectoria empresarial y en el refuerzo discursivo y performativo provisto por los think-tanks afines con sus informes, ránkings y criterios de evaluación (los llamados circuitos culturales del capitalismo). En simple, pueden cambiar los actores, pero los discursos siguen siendo —casi— los mismos de siempre.
Fuente: https://www.ciperchile.cl/2023/06/23/elites-empresariales-y-malestar-social/
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