Por una visión dialéctica del fenómeno del reguetón en Cuba (*).
por Luis Emilio Aybar Toledo/La Tizza.
Tengo 36 años y mi crecimiento fue simultáneo a la llegada y el desarrollo del reguetón en Cuba. Recuerdo que las primeras canciones las escuché en la Primaria, cuando sonaba mucho un grupo llamado «Pesadilla», que en realidad era una compilación de artistas. Pronto llegaron los cultores cubanos. Recuerdo en especial a Candyman y un poco después, Cubanito 2002. A todos los bailaba sin la más mínima predisposición, hasta que, ya en el preuniversitario, surgió la aspiración de «persona culta» y me convertí en un opositor del género. Era, en aquel momento, una postura absoluta, que nacía de una visión elitista y mimética de la cultura. Las discusiones en el albergue entre partidarios y detractores del reguetón, entre los mismos compañeros de estudio, eran acaloradísimas. Yo defendía firmemente la necesidad de su desaparición. Desde entonces no he vuelto a ser un consumidor del género y, en lo que respecta al baile, me quedé anclado a aquel movimiento simultáneo pero inverso de las rodillas con el que me explayaba en la noche de Recreación.
Tiempo después, me di cuenta de que el reguetón no solo no iba a desaparecer, sino que la postura institucional de negarlo y cerrarle las puertas podía no ser beneficiosa en el mediano y el largo plazo. Al no existir una política proactiva y transformadora hacia el reguetón, este fue ganando espacio en la sociedad desde sus propios derroteros, sin mecanismos de regulación que permitiesen obtener resultados distintos. Llegados a este punto, es cada vez más necesaria una visión dialéctica del fenómeno — indispensable para una política audaz — , en contraste con las posiciones extremas que suelen primar en el debate, y con el conservadurismo social que a menudo envuelve la crítica al reguetón. Comentaré algunos de los principales ejes en discusión.
El lenguaje
Al reguetón se le critica por sus letras simplonas «que no dicen nada». Luego, ¿qué se entiende por letras demasiado simples? ¿Sería «Uno, dos y tres, qué paso más chévere» una letra simplona que no dice nada? Es claro que es una expresión bastante diferente de «la era está pariendo un corazón» en contenido y forma. No es correcto esperar, sin embargo, que todos los tipos de música usen el mismo registro lingüístico, porque los géneros tienen diferentes orígenes y cumplen funciones sociales distintas. Algunos estarán más cercanos al habla coloquial, porque buscan motivar al baile o provocar el humor, o, sencillamente, dan cuenta del lenguaje y la vida cotidiana de quien lo canta, y cumple su papel precisamente por ser el lenguaje y la vida cotidiana de quien lo escucha. Mucho de lo que dice el reguetón está en un registro popular, el mismo que ya hemos dejado de cuestionarle a la rumba, la salsa o a la timba. Otra cosa sucede con lo que hay de vulgar en él, pero antes de entrar a cuestionarlo, es bueno inmunizarse de visiones poco dialécticas y/o conservadoras, poniendo sobre la mesa algunas variables evidentes, a menudo relegadas.
En primer lugar, lo que una sociedad considera vulgar evoluciona en el tiempo: expresiones vulgares de ayer pueden ya no serlo hoy, sobre todo para las nuevas generaciones — típico caso del apelativo «asere» — . En segundo lugar, lo que para un determinado sector social es vulgar puede no serlo para otro.
En tercer lugar, el epíteto de «vulgar» suele aplicarse, de manera consciente o inconsciente, para demeritar a un sector social no por su lenguaje, sino, en realidad, por su condición racial, extracción social y económica, creencias religiosas o, en general, por sus prácticas culturales subalternizadas de manera ya secular. Hay que cuidarse de aquellas críticas al lenguaje del reguetón que encubren procesos de discriminación sociocultural.
Hay que preguntarse, también, por qué ese lenguaje ya no genera el nivel de rechazo que suele provocar aquello que una sociedad considera vulgar. ¿Por qué ese rechazo no logra impedir su exposición pública ni su consumo masivo? Evidentemente, los patrones lingüísticos y éticos de la sociedad han cambiado y el reguetón ha contribuido a ese cambio.
Causa o efecto
El debate sobre lo vulgar en la música es inevitable, y será una cuestión a discutir y regular desde la política mientras existan registros lingüísticos y normas tácitas sobre cómo hablar según el lugar, el interlocutor y el canal de comunicación de que se trate. Pero, quizás, en materia de lenguaje, esto sea un tema menor y lo esencial en el debate sobre el reguetón sean los valores que este género transmite a través de las palabras, del movimiento de los cuerpos, de las marcas de estatus social y del lenguaje audiovisual. No caben dudas de que, en el reguetón, predomina el culto al dinero, al consumo y a la posesión de bienes materiales, a la violencia y a la búsqueda de la superioridad, y de que refuerza el machismo y las más diversas formas de cosificación de la mujer; es decir, valores y conductas contrarios a un proyecto de sociedad socialista. Ahora bien, tan equivocada estaría una posición que achaque todos esos fenómenos al reguetón como aquella que lo libre de culpas.
Esos patrones de comportamiento existen independientemente del reguetón. El reguetón es resultado de lo que somos y logra masificarse porque somos portadores de esa cultura, en gran medida naturalizada. Al mismo tiempo, juega un papel activo y se convierte en un factor de socialización en las personas de determinados valores, reforzándolos.
El reguetón es a la vez causa y efecto de esa cultura de la dominación patriarcal y el fetichismo capitalista, la que solo podrá ser superada con la transformación de la sociedad, uno de cuyos vectores, a no dudar, es la transformación de los patrones de creación y consumo de la música.
El sexo
Una gran parte del rechazo al reguetón nace de la sexualización o híper-sexualización de sus letras, bailes y videos. El problema, en realidad, es el patrón específico de sexualización del reguetón, no la sexualización en general. No podemos aspirar a que existan géneros no sexualizados: que el sexo ya no esté recluido al más íntimo rincón y que deje de causar vergüenza constituye una evolución positiva de la humanidad y una ganancia de la contemporaneidad. No hay motivo para que el sexo no tenga una presencia significativa en el discurso musical, cuando es tan cotidiano para la existencia como el origen mismo de cada ser humano. El reguetón se vale de este hecho, convirtiéndolo en un elemento de atracción para asegurar su propia mercantilización. Su performance provoca el interés al abundar en algo tan presente en la subjetividad y a la vez tan reprimido como el sexo. La existencia del conservadurismo sexual le otorga, además, un matiz de transgresión y modernidad.
¿Por qué el reguetón sexualiza desde la cosificación de los cuerpos, el vínculo superficial y el machismo? Porque sus cultores son portadores de esos valores y porque esos valores tienen una amplia presencia en la sociedad: otra garantía para la comercialización.
Es este conjunto articulado de sexualización superficial, patriarcal y pseudo-transgresora en función del mercado lo que hay que combatir donde quiera que se presente.
Autóctono o foráneo
En el reguetón, como en el debate sobre la contrarrevolución,[1] existe la tendencia a reducir su explicación a factores externos. A estas alturas podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que existe el reguetón cubano y que, como variante nacional del fenómeno regional, presenta un gran dinamismo y una creciente autoctonía.
La evolución del reguetón cubano ha ido describiendo algunas de las pautas del desarrollo de nuestra música popular bailable. Es muy difícil identificar fronteras entre los géneros populares cubanos, y no sería acertado explicar su evolución a modo de una sucesión de influencias y difusiones, sin prestarle suficiente atención al desarrollo paralelo y relacional de las creaciones en su devenir histórico. Leonardo Acosta prefiere hablar de un entramado polirrítmico afro/cubano, incluso más: afrocaribeño, que se ha explayado a lo largo de los siglos con una extraordinaria simultaneidad y mestizaje. Cada músico cubano, sea académico o autodidacta, tiene a su disposición un arsenal polirrítmico a la hora de crear, con el que va trabajando y experimentando.[2] En conclusión, el reguetón puede ser tan cubano como puertorriqueña es la salsa o mexicano el bolero, y era imposible que no gustara mucho aquí, pues nace de ese entramado afrocaribeño. Era imposible, además, que no se nacionalizara, porque el cultor cubano lleva en la sangre ese arsenal, está formado en nuestras claves, de ahí que haya crecido tanto en los últimos años esa variante conocida como «Reparto», que se mezcla con la clave de guaguancó.
La cubanización no rompe, sin embargo, con la influencia externa, sino que se desarrolla sobre ella. De hecho, el reguetón cubano se ha ido «Miamizando» en sus formas de producción, circulación y consumo. El reguetonero cubano no solo canta para el público de la Isla, también lo hace para todos los emigrados y en especial para el público de Miami, que sube sus visualizaciones de Youtube y sus seguidores de redes sociales y acude a sus caros conciertos cuando está de visita. Por algún tiempo, incluso, pudieron comercializarse aquí y allá sin dificultad. Con el arreciamiento de la censura miamense esto ha disminuido y los más exitosos se han asentado allá, pero la interdependencia se mantiene.
Asistimos a múltiples desafíos: no solo tenemos la influencia del reguetón internacional, sino también la influencia externa sobre el propio reguetón cubano, que no ha podido ser regulado por el Estado y ahora es cada vez más dirigido desde la principal plaza de imperialismo político y cultural sobre Cuba, y cada vez más regulado por el mercado capitalista de la música.
Simple o complejo
Otro eje en discusión es la excesiva simplicidad musical del reguetón, en comparación con la complejidad y riqueza de otros géneros. Ciertamente el reguetón presenta una significativa «pobreza rítmica, tímbrica y melódico-armónica»,[3] pero la crítica de este hecho objetivo a veces trasluce un juicio universal a todos los géneros desde los patrones de la llamada «música culta». No podemos esperar que el reguetón cumpla con estándares de una canción de Silvio Rodríguez o de una sinfonía de Beethoven. La música popular tiene en su simpleza relativa una parte de su valor y su función social. Pensemos, por ejemplo, en el «Chan chan». Lo significativo en este clásico de la música cubana es precisamente el lograr una síntesis cultural extraordinaria con solo cuatro notas musicales, en una combinación tan pegajosa y única que garantiza su posteridad. En esto último hay una gran diferencia respecto al reguetón, que comparte con el pop y otras expresiones de la industria cultural capitalista el carácter efímero de cada creación. Lo que le da su sobrevivencia es la búsqueda constante de nuevas fórmulas dentro de un mismo patrón. Debe preocuparnos la pobreza musical del reguetón — sin aspirar a que no sea simple — , pero, sobre todo, debe preocuparnos que una masa demasiado grande de personas reduzca su consumo musical a este género, lo que redunda en un empobrecimiento de su experiencia estética.
Estamos llamados a lograr que las personas diversifiquen su experiencia estética, porque eso es una variable de su riqueza espiritual y, por tanto, un propósito de la política cultural y el socialismo.
La solución del problema del reguetón requiere al unísono la regulación del género y el enriquecimiento del gusto a escala social.
La institucionalización
Las instituciones estatales no están aisladas del resto de la sociedad y es imposible que una modificación significativa de esta no influya en aquellas. El reguetón se fue institucionalizando por su propio peso en la sociedad. Los jurados, convencidos o presionados por los fans, fueron aceptando la profesionalización de los reguetoneros. Los centros culturales estatales, necesitados de obtener utilidades, comenzaron a acoger sus conciertos, de clientela asegurada. La televisión y la radio les dieron espacio, aunque en menor medida. Los videoclips de reguetón comenzaron a arrasar con los concursos de popularidad.
Todo esto ha sido, no obstante, un proceso contradictorio, porque una parte del Estado reacciona y se niega y lucha por mantenerlo a raya. Lo que ha predominado, sin embargo, es que el reguetón ha venido hacia la institucionalidad, y la institucionalidad no ha ido hacia él buscando que fuese menos agresivo para la política cultural socialista. El Estado cubano cuenta con poderosas herramientas para ello — incluso más efectivas en el momento de surgimiento del fenómeno — , pues detenta los principales mecanismos de circulación de la música cubana dentro del país, estrechamente ligados al sistema de profesionalización, el mismo que abre o cierra la posibilidad de institucionalizar la contratación de un músico, con todas las opciones que esto ofrece para insertarse en los principales circuitos. El control sobre la circulación y la profesionalización hubiera podido funcionar como factor de presión para acercar las prácticas de al menos una parte de los reguetoneros cubanos a los intereses de la política cultural. Pero esto solo hubiera sido posible adoptando una posición más firme de que el reguetón cubano podía y debía ser institucionalizado en tales términos.
La regulación institucional del reguetón pudiera, mediante el control por un lado y la promoción de lo nuevo por el otro, lograr contenidos menos nocivos a los valores revolucionarios e incluso cosechar algunas expresiones activamente socialistas y de sexualidad auténticamente emancipada, como las que ya existen en algunos países.
Mediante la educación musical de algunos de estos cultores, pudieran lograrse letras más cuidadas y una mayor riqueza melódica y rítmica. Y con todo esto, más un acompañamiento político activo, pudiera sustraerse de la influencia de Miami a un segmento de reguetoneros, que alimente el canto y el baile de la Revolución en el siglo XXI.
A propósito de esta última idea, quisiera compartir una anécdota. En cierta ocasión, un grupo de compañeros y compañeras nos dirigíamos a la Universidad de La Habana, junto a una masa de estudiantes, para participar en la conmemoración por el aniversario de la partida física de Fidel. Veníamos gritando la consigna «Yo soy Fidel», que se escuchaba bastante sola entre la multitud. Un grupo de estudiantes de la enseñanza media la hizo suya, pero modificándola. En lugar de gritarla, la cantaban a ritmo de «Reparto», con baile incorporado, de un modo tan pegajoso y creativo que terminamos cantando y marchando con ellos.
La experiencia nos dejó una importante lección: la Revolución solo podrá ser cantada con el canto del pueblo.
Si el reguetón es hoy ese canto tendrá que ser transformado, enriquecido o superado, pero partiendo de él, nunca aspirando a su anulación, así como este pueblo impuro y agotado tendrá que levantarse sobre sí mismo para profundizar su Revolución.
Notas:
[*] Este texto fue presentado para rendir la evaluación final del curso de postgrado «La crítica y el ensayo artístico-literario», que tuvo lugar en el Instituto Cubano de Investigación Cultural (ICIC) «Juan Marinello» los días 30 y 31 de marzo de 2023.
[1] He argumentado esto último con mayor detenimiento en «La ruta de las creencias. Un análisis del momento cubano», La Tizza, disponible en https://medium.com/la-tiza/la-ruta-de-las-creencias-un-an%C3%A1lisis-del-momento-cubano-e135a295a08c
[2] Véase Leonardo Acosta: Otra visión de la música popular cubana, Ediciones Museo de la Música, La Habana, 2014.
[3] Ibídem.
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