Cuba crítica: rumbo equivocado, rumbo al capitalismo.

Protestas en la Habana.

Certezas y encrucijadas del socialismo en Cuba (*)

por Frank Josué Solar Cabrales/La Tizza.

Introducción

Cuba ha sido durante más de medio siglo para este continente la utopía posible. Es el ejemplo más claro y palpable de la posibilidad de un mundo mejor. La pequeña isla del Caribe, aún bloqueada, aún agredida, aún pobre y subdesarrollada, a pesar de sus insuficiencias y desaciertos, a pesar incluso de que todavía es mucho el camino que le falta por recorrer en la edificación del socialismo, muestra todo lo que es capaz de hacer un pueblo cuando decide tomar en sus manos la construcción de su propio destino. A sus 65 años, la Revolución sigue plantada frente al imperialismo norteamericano y continúa siendo un ejemplo inspirador para los países de la América Latina.

Ni la hostilidad, ni las agresiones, ni la guerra económica, ni los actos terroristas han podido doblegar la rebeldía cubana. Desde hace más de una década los cubanos hemos desarrollado un proceso de debates con el objetivo de transformar todo lo necesario para garantizar la continuidad histórica de la Revolución. A partir de la elección de Raúl Castro al frente del Consejo de Estado en 2008 comenzó un programa de reformas de profundo calado en la economía y la sociedad, cuyo punto de inicio más importante fueron los «Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución», discutidos ampliamente por todo el pueblo antes de ser aprobados en las sesiones del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, en 2011. En lo sucesivo, la hoja de ruta trazada allí para introducir elementos de mercado en el metabolismo económico cubano fue confirmada y ensanchada con nuevas medidas y documentos programáticos, como la «Conceptualización del Modelo Económico y Social Cubano de Desarrollo Socialista» y el «Plan de Desarrollo Económico y Social hasta 2030», analizados y adoptados en 2016 por el VII Congreso del PCC. El primero resume los principios y las bases teóricas que buscan guiar el proceso de construcción del socialismo en Cuba, y el segundo fija los objetivos para iniciar el desarrollo de una prosperidad sostenible a largo plazo. Ese rumbo adquirió rango constitucional en 2019, con la aprobación de una nueva Carta Magna, ya bajo la dirección de Miguel Díaz Canel, el primer jefe de Estado que no pertenece a la generación histórica de la Revolución.

En sentido general, las medidas que se han ido tomando y las que se pretenden adoptar responden a la necesidad de dinamizar la economía cubana, de aumentar su productividad y eficiencia, de reevaluar la moneda nacional y los salarios, de sustituir importaciones.

En fin, de lo que se trata es de reactivar una economía muy duramente golpeada por el subdesarrollo, por la pérdida de sus principales mercados y fuentes de suministros, por un bloqueo comercial genocida impuesto por el imperialismo norteamericano y también por trabas burocráticas internas. Se intenta hacerlo, además, en condiciones muy difíciles, en las que el hostigamiento y los planes para destruir la Revolución no cesan.

La actual dirección del Gobierno ha tenido éxito en el objetivo fundamental de proveer continuidad a la revolución. Resistir con efectividad embates muy duros en medio de un contexto tan adverso ya es una victoria. Las bazas principales con las que se cuenta para asegurar la permanencia provienen, por un lado, de nuestro sistema social, del modo en que funcionamos y estamos organizados, del apoyo popular, del sentido de justicia y de dignidad, de todas esas reservas acumuladas durante sesenta años que aún se sostienen. Y por el otro, del carácter estatal y planificado de la mayor parte de la economía, lo que permite tener un estado mayor con mando centralizado sobre la actividad económica.[1]

Las debilidades que nos aquejan vienen en primer lugar del bloqueo, de las medidas que lo han recrudecido, de la crisis económica mundial, de los efectos dejados por la pandemia a nivel internacional; y en segundo lugar, de nuestros propios errores, sobre todo de una manera burocrática de gestionar la economía y la política, aparejada con ineficiencia y otros lastres que arrastramos por décadas. En mi opinión,

no hemos sido capaces de sustituir el diseño de un sistema político que funcionaba alrededor del liderazgo carismático de Fidel por un poder más colectivo. La deuda fundamental continúa siendo el desempeño económico, con un desabastecimiento y una inflación galopantes, y un crecimiento alarmante de las desigualdades sociales.

Se ha ido imponiendo una conducción del gobierno y de la sociedad que apela más a soluciones económicas y pragmáticas que a resortes políticos y movilizativos. Yo creo que hay una contradicción de base, central en todo lo que está pasando ahora en Cuba, entre una línea ya decidida, escogida, que se ha empezado a aplicar, de modelo de país, de sociedad, que viene desde los Lineamientos, incluso desde antes, donde se priorizan mecanismos económicos de mercado para salir de la crisis, con todo un programa para introducirlos paulatinamente; y el costo político, ideológico y social enorme que produce su aplicación.

Se sigue apostando por esa línea de recurrir a medios puramente económicos, de privilegiar el lucro, la obtención de ganancia y el interés material individual, de dejar que el mercado se autorregule mediante oferta y demanda, que ha contribuido a extender la diferenciación social, sin que se hayan obtenido los resultados productivos esperados.

Pero, por otro lado, el mismo equipo de gobierno que ha adoptado esa política, llena de riesgos y peligros, reacciona frente al impacto que su implementación va provocando en el modelo de justicia e igualdad social de la Revolución cubana y trata de ponerle frenos de alguna manera, o de regular sus efectos.

El capitalismo viene como un paquete completo, puede producir un relativo aumento de la productividad en determinadas circunstancias, pero ello trae siempre aparejado un incremento de la desigualdad, de la explotación, de la pobreza. Desde la dirección revolucionaria existe la intención de contrarrestar estas consecuencias con medidas administrativas, con la atención a los barrios y sectores vulnerables y el estímulo de soluciones comunitarias, con la búsqueda de paliativos al crecimiento de bolsones de pobreza, con la potenciación del poder popular. Todas estas iniciativas son positivas, pero ellas lidian con una contradicción que en mi opinión es insalvable:

no se puede pretender desarrollar la economía con métodos capitalistas y controlar sus efectos negativos con políticas sociales y administrativas.

Muchas veces se ha intentado la operación ideológica, que no académica, de presentar a la Revolución cubana como un fenómeno acabado, una entelequia simbólica, y se ubica su deceso en diversos momentos de su decurso histórico. De que se trata de un proceso vivo y continuo hasta el presente, que solo concluirá con su derrota o con la consecución de sus objetivos últimos, da fe el encono con que la intentan ahogar sus enemigos. La Revolución cubana sigue viva, más allá de la adopción de determinadas formas institucionales y de sus virtudes y defectos, porque en sus 65 años no ha triunfado una contrarrevolución política interna y no se ha impuesto un régimen posrevolucionario.

Cuestionar el apoyo y la legitimidad populares del liderazgo socialista cubano, que ha sometido a consulta y debate públicos su agenda de «actualización del modelo económico y social»; y atribuir su permanencia en el poder a un modelo de control social de corte soviético, más que una broma de mal gusto, puede ser una peligrosa confusión de deseo con realidad para aquellos que se ufanan de estar conectados con las verdaderas demandas del pueblo cubano. Ya les pasó una vez a los mercenarios de Girón, que fueron engañados con la ilusión de encontrar a su desembarco un levantamiento popular contra la Revolución. Y así les fue.

¿Por qué el socialismo?

El socialismo es, para Cuba, la única opción de garantía de la independencia nacional, y la posibilidad de alcanzar un orden social superior, más humano, de verdadera justicia y libertad. El socialismo, entendido como la sociedad de transición al comunismo, con todas las contradicciones inherentes a esa condición, permite a las personas tomar el destino en sus propias manos y construirlo conscientemente, proponiéndose metas de liberación cada vez más altas, en un proceso de transformación de la realidad y autotransformación de los individuos. La propiedad colectiva sobre los medios de producción, con una economía planificada democráticamente por los trabajadores y trabajadoras, y el poder político bajo control de las mayorías populares y gestionado directamente por ellas, no solo brindan un bienestar material y espiritual para todos a una escala mucho mayor de la que puede proporcionar el capitalismo, sino que sientan las bases para emancipar a los seres humanos de todo tipo de cadenas, discriminaciones e injusticias que les oprimen, además de multiplicar sus potencialidades de desarrollo científico, tecnológico y cultural, en una convivencia armónica y respetuosa con la naturaleza.

El socialismo es la posibilidad cierta de edificar un mundo donde imperen las relaciones sociales basadas en la solidaridad y la cooperación, y de garantizar una vida libre de dominaciones.

El capitalismo en Cuba, aunque venga disfrazado de modernidad, adelantos y prosperidad, en realidad significaría un retroceso a un pasado lleno de oprobio. Constituiría, en primer lugar, el fin de nuestra existencia misma como nación independiente, pues un gobierno capitalista en Cuba solo podría sostenerse bajo los auspicios del imperialismo norteamericano y subordinado a sus intereses. En sentido contrario a la república ideal de libertades y derechos con que se pretende presentar, el capitalismo implicaría tanto la pérdida de conquistas sociales históricas de la Revolución cubana como la expropiación del pueblo y el saqueo de sus riquezas por parte de élites nacionales e internacionales. Una economía basada en la propiedad privada, guiada por una lógica de ganancia, afán de lucro e interés individual no tendría como objetivo el desarrollo nacional ni la satisfacción de las necesidades de las personas, sino que estaría orientada al enriquecimiento de la burguesía local y a cumplir disciplinadamente un rol dependiente y periférico en el mercado capitalista mundial. Solo beneficiaría a unos pocos, y condenaría a la pobreza y a la exclusión a la mayoría de los cubanos y cubanas.

La restauración de un régimen de esclavitud asalariada y de explotación del hombre por el hombre traería como resultado, en lugar de un consumo masivo de bienes materiales al alcance de todos, como ingenuamente algunos creen, un aumento exponencial de la desigualdad, la corrupción y la marginalidad.

Tampoco sería alternativa viable para Cuba ninguna fórmula mixta que intente mezclar «lo mejor del socialismo con lo mejor del capitalismo».

El dilema que se dirime en Cuba hoy es entre avanzar por una senda de profundización socialista, o descender por el abismo sin fin del capitalismo. No hay margen para una vía intermedia.

Es utópico pretender factible un sistema estable donde se produzca de manera capitalista y se distribuya de modo socialista. El uso de las armas melladas del capitalismo es un paso atrás que en un momento determinado puede ayudar a salir de una coyuntura de crisis económica a un régimen socialista aislado, acosado por el imperialismo y obligado a insertarse en condiciones adversas en el comercio internacional. Pero la ampliación de los mecanismos de mercado y su extensión en el tiempo en ningún caso serán favorables al avance de la transición socialista en dirección al comunismo y, en última instancia, desembocarán inexorablemente en la restauración capitalista.

Cuando Fidel se vio obligado a introducir en los años noventa elementos de mercado reproductores de desigualdad, para garantizar la supervivencia del proyecto cubano, los vio siempre como algo temporal y contrario a nuestras metas.

La desigualdad es un cáncer mortal para el socialismo, que nos debilita y socava constantemente las bases y fuentes de nuestra resistencia.

El mercado y la propiedad privada no son instrumentos asépticos que puedan ser controlados y usados convenientemente en la construcción de un determinado tipo de socialismo, sino armas del capitalismo para reproducirse. Ellas solo pueden garantizar prosperidad para unos pocos y la sostenibilidad y expansión de la explotación.

¿Qué socialismo tenemos?

El socialismo que tenemos es más el que hemos podido hacer que el que hubiéramos querido. Es resultado de la sumatoria de varias continuidades y rupturas. Forman parte de sus permanencias tanto esencias que lo acercan al ideal del deber ser como deformaciones estructurales que le obstaculizan el avance y amenazan su pervivencia. Al lado de una constante vocación de justicia social y la construcción de una nueva cultura y un nuevo modo de vida y de relaciones entre los seres humanos, persisten prácticas y rasgos negativos como la corrupción, el autoritarismo, el verticalismo, la gestión burocrática de la economía y de la política. Provenientes la mayor parte de estos de la copia mecánica que hicimos del modelo burocratizado de la Unión Soviética y Europa oriental, se han unido a las dificultades propias de intentar la transición socialista en un país aislado, periférico y subdesarrollado, y bajo un acoso imperialista brutal, para configurar zonas de «no socialismo» en nuestra sociedad. Con la profunda crisis económica sobrevenida luego del derrumbe soviético, y las medidas tomadas para enfrentarla y sobrevivir, se erosionaron las políticas sociales de igualdad y protección, y sufrió desgaste el consenso popular alrededor de la Revolución.

A partir de entonces ha entrado en una fase más aguda la disputa cultural entre capitalismo y socialismo en Cuba, librada sobre todo al nivel de los valores y la representaciones de las personas en su vida cotidiana y sus relaciones sociales, y en la cual el modo capitalista de vivir, comportarse y ver el mundo ha registrado avances notables en los últimos años, introduciendo la aceptación entre nosotros como elementos legítimos, normales e incluso deseables de la desigualdad, de la explotación del trabajo ajeno, de la competencia y la obtención de ganancia como móviles fundamentales para el aumento de la productividad, del dinero como medio fundamental de acceso a bienes y servicios.

La contrahegemonía socialista se ha estado batiendo en retirada, y en ocasiones se ha visto reducida al rol redistributivo del Estado y a la administración y permanencia de conquistas sociales del pasado. El socialismo cubano necesita, en medio de las condiciones difíciles en las que existe, librar una batalla sin cuartel contra la expansión del «sentido común» burgués y la normalización de prácticas y tendencias económicas, políticas y sociales que les son antitéticas.

El pueblo cubano necesita una mejoría de su vida material luego de una crisis muy profunda de más de 30 años. Esa es una necesidad impostergable, pero otra cosa muy distinta es apelar mayoritariamente a resortes materiales y de progreso individual.

Los móviles de nuestra resistencia no pueden basarse en lo fundamental en la esperanza de progreso y prosperidad material individual, porque ese es un campo de batalla en el que siempre estaremos perdidos de antemano con el imperialismo. Ellos siempre tendrán más para ofrecer que nosotros en ese terreno. Nuestros resortes tienen que ser esencialmente políticos, privilegiar salidas colectivas y solidarias que construyan la prosperidad entre todos y para todos.

¿Qué socialismo necesitamos?

El socialismo que queremos/necesitamos es uno donde se encuentren cada vez más socializados el poder y los medios de producción, esto es, que estén bajo la gestión directa de los trabajadores y trabajadoras y el pueblo, y sean ellos quienes tomen las decisiones fundamentales relativas al Estado, la economía y la sociedad.

Un socialismo que entienda la revolución mundial contra el capitalismo como esencia vital de su proyecto, que no puede quedar constreñido a las fronteras nacionales de un país y que necesita, para su sobrevivencia y avance, el acompañamiento y la integración con otros procesos emancipatorios a nivel internacional.

Uno que se asuma no como un punto de llegada o un modelo social específico, sino como un camino, un estado permanente de cambios y profundizaciones hacia el horizonte comunista, de construcción de una nueva cultura que erradique todas las exclusiones y jerarquías. Que combata sin descanso por la conquista de toda la justicia, no solo por la que parezca posible según estrechos criterios economicistas.

¿Qué democracia para qué socialismo?

Las posturas que buscan desdibujar la lucha entre revolución y contrarrevolución en la que se debate Cuba, e intentan sustituir la pugna central entre socialismo y capitalismo por la abstracción ideal de un Estado elevado por encima de la sociedad que representa a todos y arbitra con justicia las contradicciones sociales sin más compromiso que el apego a la ley, olvidan a conveniencia que el aparato estatal es siempre un instrumento de dominación de clase que responde a los intereses de unas u otras, no de todas a la vez. Cualquier apelación en abstracto a una República democrática, derechos y libertades sin señalar su contenido de clase, se está refiriendo en realidad a la democracia burguesa. En Cuba el poder estatal debe continuar en manos de los revolucionarios y en función de los intereses de las mayorías, pero debe socializarse cada vez más bajo el control democrático de los trabajadores y el pueblo organizado. Solo el socialismo puede proveer verdadera democracia, libertad, igualdad e inclusión.

Todo aquel que reclame para Cuba la democracia en abstracto, sin reparar en su contenido de clase, en realidad está apelando a una democracia burguesa. Cualquier democracia burguesa, no importa cuán compleja, abierta y evolucionada sea, significa siempre una dictadura de la burguesía, que es realmente quien domina y controla todas las decisiones importantes. Como advertía Lenin: «Es lógico que un liberal hable de “democracia” en términos generales. Un marxista no se olvidará nunca de preguntar: “¿Para qué clase?”».

Necesitamos discutir no sobre visiones abstractas sino sobre una construcción específica de la democracia, para llegar a consensos de los «qué», pero sobre todo para encontrar los «cómo». ¿Cómo ejercer la democracia socialista, cómo profundizarla? Si tomamos en cuenta que el socialismo es — reduciéndolo a una forma simple— socialización creciente de la propiedad y del poder, se entiende la importancia que ha tenido siempre para Cuba la reflexión acerca de nuestras prácticas democráticas. Pero estos días tan complicados y difíciles le han otorgado una urgencia mayor.

Lo que nos debe interesar sobre todo para el debate son las características, funcionamiento y contenido de la democracia del periodo de tránsito, con formas y procedimientos específicos, propios, que sirvan efectivamente a sus propósitos.

Debe ser la más democrática de las dominaciones de clase conocidas hasta ahora por la humanidad. A la vez que debe expresar los intereses y defender el poder de las mayorías, debe ir tendiendo progresivamente, desde el primer día, a su autodisolución (el semi-Estado del que habló Lenin).

Se trata del primer poder en la historia ejercido por amplias mayorías sociales, y cuyo fin último no es perpetuarse sino desaparecer para dar paso a la emancipación total de los seres humanos, y el de existir solo mientras sea necesario.

Hay otra variable que condiciona sobremanera el funcionamiento y reproducción de los regímenes de transición socialista, de importancia cardinal para Cuba desde hace 60 años, para su presente y su futuro, y es que mientras se mantengan aislados y no triunfe la Revolución socialista a escala mundial están condenados a existir bajo el acoso y la hostilidad permanentes de poderosas fuerzas reaccionarias, internas y externas. En el caso de Cuba ha implicado la pelea más dura posible porque ha debido desafiar, en situación muy asimétrica, el poder imperialista más formidable de la historia; y ese es un elemento que no debe faltar en ningún análisis que se pretenda serio sobre nuestra realidad. En el recuento que se haga sobre el daño que nos ha provocado en estas seis décadas y media la agresividad imperialista, de la cual el bloqueo ha sido la principal herramienta, debe incluirse la influencia que ha tenido, directa o indirectamente, en nuestras carencias y deficiencias democráticas. Porque ante el reto de construir un parlamento en una trinchera muchas veces nos ha obligado a priorizar a la segunda a costa del primero, y también porque ha servido de cobertura a la protección de intereses y privilegios de segmentos burocráticos.

La condena al bloqueo y al acoso imperialista no es un asunto de corrección política sino de principios, porque es real el daño que provoca y el obstáculo que representa, no sólo para el desarrollo económico sino para el avance de todas las posibilidades emancipatorias del socialismo.

Aún en medio de esa hostilidad del imperialismo y de la necesidad de defendernos frente a un enemigo poderoso que seguirá empleando todos los recursos con que cuenta para vencernos, no podemos renunciar a la profundización democrática de nuestro socialismo pues sólo ella garantizará una resistencia eficaz y la conquista de nuevas liberaciones. De cara a los nuevos tiempos, Cuba deberá perfeccionar sus estructuras democráticas, profundizar las ya existentes e incorporar las nuevas que precise con el fin de que manden cada vez más los trabajadores y el pueblo, pero nunca podrán servirle las de la democracia burguesa que quieren recetarle, pues solo buscarían sancionar el regreso del capitalismo.

No somos reformistas, somos revolucionarios. No queremos hacerle cambios cosméticos al capitalismo para que funcione mejor y atenuar las desigualdades que provoca — como sería el sueño de todo socialdemócrata bien portado— sino destruirlo y edificar un mundo nuevo sobre sus restos.

En el caso concreto de Cuba, aquí y ahora, no queremos hacerle reformas a la Revolución que le prepararían un lento regreso al capitalismo, disfrazado de evolución y adecuación a la realidad. Queremos defenderla y hacerla avanzar en un sentido socialista, mantener su orientación en dirección a la utopía comunista, y en pos de ella movilizar las potencialidades creadoras del pueblo. Queremos, en fin, profundizaciones revolucionarias que nos impulsen hacia delante, no «modernizaciones» que nos hagan retroceder.

Hay tres ideas que me parecen fundamentales. Primero: la democracia es consustancial al socialismo. No es un adorno ni un lujo, no es algo que podamos tener o no, es parte orgánica e intrínseca del socialismo, no solo por una necesidad cultural, política, sino también por una necesidad económica. La forma que tiene el socialismo de producir eficientemente es que los trabajadores sean realmente los dueños de los medios de producción, los que controlen, los que elijan, los que decidan qué se hace en las fábricas y centros de trabajo de todo el país.

La segunda: la democracia del socialismo tiene que ser distinta a la burguesa. Cuando se habla de nociones en abstracto de democracia, derechos, libertades, si no se le da un contenido de clase realmente de lo que se está hablando es de una democracia burguesa. El socialismo debe darse formas nuevas de democracia que, por supuesto, no pueden desechar las herramientas del liberalismo, pero reconvertidas y puestas en función de la dominación de clases de la mayoría.

Para profundizar en el deber ser de la democracia socialista podemos aprender mucho de las experiencias históricas, de la propia Revolución cubana, y de otras revoluciones. Pienso, por ejemplo, en el caso de la Revolución Rusa, en la utilidad de un texto que el mismo Che consideró que debía ser una Biblia de bolsillo para los revolucionarios y creo que no estudiamos suficientemente: «El Estado y la revolución», de Lenin, que constituye una de las perspectivas más radicalmente democráticas dentro de la tradición marxista. Entre varios puntos esenciales planteados allí por Lenin para garantizar el funcionamiento democrático durante la transición socialista, hay dos que valdría la pena recordar. Uno, elegibilidad y revocabilidad de los cargos públicos administrativos; y dos, la rotación de esos cargos públicos. Decía Lenin que cuando todos son burócratas por turnos, nadie es un burócrata.[2]

Ubicar toda la institucionalidad estatal bajo dominio popular y obrero resulta imprescindible para el socialismo.

Y en tercer lugar: todas las experiencias socialistas que han existido han estado atravesadas por aquella tensión que Fernando Martínez Heredia llamaba la contradicción central dentro de un proceso de transición socialista, la tensión entre el poder y el proyecto, entre un poder que necesariamente debe ser muy fuerte para defenderse de un acoso constante, y un proyecto de liberación muy radical en sus propuestas democráticas y de justicia social.[3] Eso se traduce también en la tensión entre la necesidad de la unidad y la necesidad, al mismo tiempo, de crítica y de espacios de participación democrática. No tienen que ser excluyentes, al contrario, el debate y la crítica son una fortaleza para la unidad de la Revolución.

¿Qué tipo de unidad?

La crítica de izquierda, al menos una digna de tal nombre, no es peligrosa para la Revolución sino para la burocracia. Crítica de izquierda fue la que hizo el Che cuando advirtió sobre los peligros que se cernían sobre la construcción socialista y sobre las posibilidades de regreso al capitalismo en la URSS,[4] la que hizo Fidel de forma constante a lo largo de toda la revolución, como cuando el 17 de noviembre de 2005 arremetió contra los corruptos y los nuevos ricos.[5] Hoy esa crítica es más necesaria que nunca para evitar una restauración capitalista en Cuba.

Es completamente legítimo que la Revolución use todos los medios a su alcance para defender el poder conquistado hace 65 años y no brinde espacio ni representación a ningún proyecto contrario a ella. Lo que sí creo firmemente es que dentro de la Revolución hay varios proyectos y caminos, y esos sí deben gozar de espacio, libertades y posibilidad de expresión en igualdad de condiciones.

Algunos pudieran alegar que eso debilitaría la unidad y le haría el juego a los propósitos del enemigo. Una unidad consciente como resultado del consenso entre distintas posiciones revolucionarias después de un debate libre y abierto será siempre más sólida que la obtenida a través de la obediencia y el unanimismo.

La unidad de los revolucionarios es condición indispensable para defender la Revolución de los ataques imperialistas y de la derecha, y profundizarla. Pero su uso por parte de la burocracia pudiera servir para defender intereses espurios y grupales, que en última instancia pondrían en peligro la Revolución y prepararían su derrota y entrega, sin la posibilidad de un rechazo fuerte.

No se pueden olvidar las lecciones de la Historia. La acusación realizada por una burocracia corrupta y usurpadora del poder a revolucionarios de izquierda de atentar contra la unidad y, por tal razón, de hacerle el juego al enemigo y perseguir sus mismos objetivos llevó al asesinato y al destierro a miles de comunistas en la antigua Unión Soviética, consumó la contrarrevolución burocrática que exterminó la generación de bolcheviques que hizo la revolución junto con Lenin y desembocó a la larga en la restauración capitalista. La misma burocracia que acusó a los revolucionarios de socavar la unidad del pueblo se reconvirtió en una nueva clase capitalista, sin que una numerosa militancia comunista, acostumbrada a obedecer sin crítica las orientaciones superiores para no afectar la unidad, pudiera hacer nada por impedirlo.

Como demuestran las experiencias socialistas del siglo XX, la unidad es imprescindible para defender la Revolución, pero por sí sola será insuficiente para profundizarla, que es el único modo de evitar su derrota.

Ella deberá ir acompañada de un control popular sobre la burocracia, es decir, de un efectivo ejercicio de poder popular y de un activo, propositivo y comprometido pensamiento crítico de izquierda. Su fuerza debe servir efectivamente a los objetivos de liberación que nos hemos propuesto, lo que solo será posible, entre otras cosas, si dentro de ella encuentran espacio todas las posiciones revolucionarias.

Es lógico, normal y hasta deseable que entre los revolucionarios surjan innumerables puntos de conflicto, polémicas, visiones distintas sobre los caminos a seguir y las medidas a tomar. Es natural, porque en la esencia misma del ser revolucionario, en su naturaleza, está la comprensión crítica del mundo circundante, el arribo a conclusiones propias y la lucha con pasión por transformarlo. En un proceso como la revolución, donde confluyen tantos rebeldes e inconformes, son inevitables las contradicciones. Es saludable para la revolución cuidar porque siempre estas diferencias puedan ventilarse en un ambiente de debate franco. Una unidad construida de esa manera no consideraría las discusiones y los conflictos entre revolucionarios como algo dañino y peligroso que debe ser atajado, conjurado y prevenido, cubierto con el manto del silencio y constituir materia del olvido para la historia, sino como expresión de vitalidad y como estado natural de existencia de las revoluciones.

Lo que sí sería perjudicial para la revolución y su proyecto, a la corta o a la larga, con el pretexto de no dar espacio al enemigo, es la unidad construida verticalmente sobre la obediencia acrítica, el unanimismo y la disciplina sin cuestionamientos de las disposiciones dictadas desde organismos superiores, una unidad que penalice la diferencia, banalice el debate o lo convierta en la eterna catarsis o recogida de opiniones, que no reconozca la existencia de distintas concepciones sobre el socialismo y que ellas tienen derecho a expresarse organizadamente, aunque no sean las consideradas correctas desde las estructuras de poder.

En el clima asfixiante de una unidad obtenida así lo único que se fomenta es la doble moral, el oportunismo y el arribismo. La mejor formación de un revolucionario es el debate y la lucha ideológica constantes. La discusión sincera no puede más que fortalecer la implicación y la unidad de los sectores más firmemente comprometidos con la revolución y el socialismo.

Necesidad del debate y la participación

Una de las características más descollantes de la década del sesenta en Cuba fue la existencia de un debate muy intenso sobre los más diversos aspectos de la cultura, la ideología, la economía y, por supuesto, la política, impelidos sus protagonistas por una Revolución que transformaba o pretendía transformarlo todo, desde los rumbos más generales de la economía hasta los contenidos y métodos de la educación preescolar, pasando por todas las relaciones sociales y la vida cotidiana. Y todo esto cuando la Revolución comenzaba, cuando casi todo estaba por hacer, cuando se suponía era más débil, cuando era más agresivo el acoso.

La única manera que tiene una Revolución de no caerse es avanzar siempre hacia adelante, no detenerse, no «normalizarse», no dejarse secuestrar por el sentido común, no dejarse encorsetar por los límites de lo posible.

A la par de las transformaciones económicas, el socialismo debe crear una nueva cultura, diferente y opuesta al capitalismo, nuevos valores, nuevas relaciones sociales. La transición socialista sólo puede avanzar como resultado de una planificación, una voluntad política y una movilización enorme de los sentimientos y aspiraciones trascendentes de la gente.

Dado que pretende la construcción colectiva, y no la donación desde arriba, desde una vanguardia iluminada y experta, de una nueva sociedad y de nuevas relaciones sociales, para el régimen de transición socialista la participación y la deliberación no son un adorno, una mera cuestión formal o de procedimiento, o herramientas para corregir excesos, brindar estabilidad, legitimidad y consenso al sistema de dominación y atenuar o gestionar el conflicto social de modo favorable a su permanencia. Ellas son componente esencial y necesario de la transición socialista, su modo de existir. En el socialismo el ejercicio del poder político tiene que ser patrimonio de las mayorías, no de unos pocos en nombre del pueblo.

Contra la Revolución y el socialismo, contra su derecho a existir, ningún derecho. Ese es el límite principal, reconocido además como un principio constitucional. Otro debate sería quiénes y cómo fijan ese límite, que puede ser variable en el tiempo, porque lo que en un momento puede ser peligroso o amenazar la existencia de la Revolución no tiene por qué serlo en otro.

La respuesta de quiénes y cómo fijan ese límite es importante también para que no sirva a la defensa de intereses espurios de grupos de poder, de privilegios burocráticos, frente a un poder popular ejerciendo democráticamente sus derechos. Por eso resulta vital regular y establecer los mecanismos para manifestarse por demandas ciudadanas puntuales contra injusticias, arbitrariedades, malas prácticas, abusos de poder, sin atentar contra el orden social y político que soberanamente nos hemos dado los cubanos y cubanas, y evitando que sean cooptadas por la agenda subversiva imperialista. Pienso por ejemplo, ahora que tenemos mipymes, en las formas de lucha y de presión que puedan tener los trabajadores y trabajadoras contra sus patrones privados por mejores condiciones laborales, mejores salarios, etcétera.

La revolución, que ha dialogado siempre con las inmensas mayorías del pueblo cubano, que ha atendido sus demandas y respondido a sus aspiraciones, que garantiza la posibilidad de alcanzar una vida digna y plena, tiene derecho a existir y defenderse. Por eso, el único diálogo posible en Cuba es entre los revolucionarios y entre los que no se propongan el derrocamiento de la Revolución. El campo revolucionario cubano es suficientemente amplio, diverso y plural como para no ser monocorde. En su interior coexisten distintas visiones y propuestas sobre el socialismo, cuyo debate respetuoso, preservando la unidad, solo puede ser beneficioso para la revolución. La posibilidad de la reproducción de la hegemonía socialista en Cuba, de una renovación de nuestro proyecto socialista, pasa porque el surgimiento espontáneo de iniciativas políticas revolucionarias desde las bases no sean anécdotas aisladas y coyunturales, sino una práctica permanente y sistemática de la Revolución cubana.

Desde una perspectiva de izquierda, queda mucha batalla por dar dentro de la revolución, contra la burocracia, contra la corrupción, contra prácticas verticalistas y autoritarias, contra los retrocesos que amenazan con pavimentar un camino de regreso al capitalismo; pero nunca podrá estar entre sus demandas la reclamación de un espacio legítimo para que la contrarrevolución capitalista actúe legalmente.

Aun con las carencias que se le pudieran señalar, lo cierto es que existe en Cuba un debate sobre los rumbos a tomar y las características de nuestro socialismo. Lo que resulta inadmisible es pasar de contrabando, como de izquierdas, mucho menos como socialistas, ideas, discursos y prácticas que en realidad son reaccionarios y favorecen la restauración del capitalismo en Cuba, con la consiguiente pérdida de soberanía nacional.

Por eso deviene necesidad compartir algunas nociones de lo que entendemos por un posicionamiento de izquierda en la Cuba de hoy, desde la perspectiva del marxismo revolucionario.

Ser de izquierdas en Cuba hoy significa, en primer lugar, estar dentro de la revolución, participar en ella, formar parte de ella, no contra ni fuera de ella. Defenderla de sus enemigos, contribuir a su profundización y avance, alertar de los peligros que se ciernen sobre ella y ayudar a conjurarlos, vengan de donde vengan. Dicho en otros términos, sostener una postura de compromiso militante con la Revolución, desde la cual criticar sus errores e insuficiencias para aportar al mejoramiento de la obra colectiva.

El santo y seña de la izquierda cubana debe ser el más radical anticapitalismo, que encuentra sus principales referentes en el pensamiento de Fidel y el Che, y en la especie de bolchevismo cubano de los sesenta, que tuvo en el grupo intelectual nucleado en torno a la revista Pensamiento Crítico una de sus expresiones teóricas más importantes.

Significa entender que el principal enemigo de la Revolución cubana es el imperialismo norteamericano y la contrarrevolución capitalista que este alienta y apoya, y actuar en consecuencia. Que el eje de alternativas hoy en Cuba es el que se sigue dirimiendo entre revolución y contrarrevolución, o lo que es lo mismo, entre socialismo y capitalismo.

Comprender que el acoso y la hostilidad del imperialismo norteamericano, el más poderoso de la historia (no sobra recordarlo), forman parte de la adversa realidad en la que ha debido desenvolverse el proceso revolucionario cubano y han condicionado sus prácticas y sus decisiones. Un pueblo en resistencia, que ha peleado duramente por la defensa de sus derechos y conquistas, ha debido adecuar sus formas institucionales y democráticas a ese clima de agresión permanente, asegurando a la vez la mayor participación posible y la defensa del proyecto. En el camino recorrido desde entonces hemos cometido errores y acumulado imperfecciones, pero hemos sido eficaces en garantizar la supervivencia de la Revolución. Cualquier valoración sobre la democracia revolucionaria cubana y su institucionalidad debe tener en cuenta ese factor: la necesidad de defenderse de sus enemigos y no dejarles brechas abiertas.

Una de las generaciones de jóvenes que coexiste hoy prácticamente lo único que ha visto es el período especial, con sus escaseces, sus desigualdades, las profundas contradicciones económicas, políticas y sociales que ha originado en el seno de la sociedad cubana, y la erosión constante que ha provocado en los valores, la espiritualidad y el modo de vivir socialista que hemos practicado durante seis décadas. Para ella, el discurso de justicia y bienestar de la Revolución a veces no encuentra asidero en la realidad, peor si se usan consignas gastadas y esquemas trillados.

Tenemos una responsabilidad enorme en formar a las nuevas generaciones no en la simulación, la doble moral, el oportunismo y la falsa unanimidad que tanto daño hacen, sino en la estimulación del pensamiento crítico y comprometido, rebelde ante lo mal hecho, ante las injusticias, ante todo lo que vaya en contra de la esencia igualitaria y libertaria de nuestro proyecto social. Hay toda una estrategia global del capitalismo de sujeción cultural que apuesta a la desmovilización de los jóvenes, a fomentar entre ellos la apatía, el rechazo o el desprecio hacia la política, que sus conversaciones y preocupaciones no vayan más allá de la música o la ropa de moda, o las tendencias del consumo. El capital alimenta su poder de esa indiferencia. Eso en Cuba también ha tenido su influencia, como una de las tantas lamentables consecuencias de la enorme crisis que sufrimos en los noventa, y puede ser letal para la supervivencia de nuestro proyecto. Por eso debemos combatir el formalismo y el vaciamiento de contenido de nuestra vida política.

Decía Allende que ser joven y no ser revolucionario era una contradicción hasta biológica. Pero en Cuba el espíritu de esa frase no debe ser visto solo como obediencia, disciplina, el cumplimiento de lo que se orienta, sino como compromiso y rebeldía.

Compromiso con una obra social de justicia que es inmensa, legada por nuestros padres, y que debe ser preservada. Pero si se tratara sólo de defenderla, no valdría la pena, porque ella también ha tenido limitaciones y defectos, como toda obra humana, y muchas veces se ha hecho lo que se ha podido y no lo que se ha querido frente al acoso y la reacción perennes. Nosotros debemos construir una sociedad mejor, la que viviremos nosotros y dejaremos a nuestros hijos y nietos, y ello sólo podrá ser posible si participamos no desde la obediencia pasiva a lo que otros decidan, sino desde el compromiso crítico, activo, pensante y propositivo.

Conclusiones

El poder que legítimamente ha tenido la dirección histórica de la Revolución, con el respaldo del pueblo y en su nombre, y que ha permitido sostenernos en las condiciones más adversas, no puede ser transferido a una burocracia que vele en primer lugar por sus propios intereses y que podría jugar un papel contrarrevolucionario, como ya sucedió en la URSS; sino al pueblo organizado en estructuras funcionales que le permitan tomar las decisiones fundamentales del país.

Imposibilitados de usar los viejos látigos del capitalismo si de verdad queremos alcanzar objetivos trascendentes de emancipación, el único modo que tenemos de aumentar la productividad y la eficiencia, de generar crecimiento económico por medios socialistas, es a través de la conciencia, de la educación, de la formación de nuevos hombres y mujeres, y de nuevas relaciones sociales de producción entre ellos. En este sentido, el control real de los trabajadores sobre la política y la economía es una necesidad vital de la transición, su modo de existencia, y la principal forma que tiene para desarrollar las fuerzas productivas en un sentido socialista.

Una Revolución sólo puede existir si es capaz de pensarse constantemente, de revisarse, de renovarse, es decir, de revolucionarse permanentemente. Debe subvertirse una y otra vez.

Si el poder deja de ser un instrumento para la liberación y pasa a ser un fin en sí mismo, habremos errado el rumbo del socialismo. No debemos cejar en el empeño de conquistar toda la justicia, toda la democracia y toda la libertad. Hacer retroceder todas las dominaciones y hacer avanzar todas las liberaciones: un revolucionario no puede conformarse con menos.

Notas:

(*) La versión original de este trabajo fue publicada en inglés con el título «Cuba´s Socialism: certainties and crossroads» por la revista marxista estadounidense Science & Society (S & S) en su más reciente número, dedicado al 65 aniversario de la Revolución cubana.

[1] La hazaña extraordinaria que escribió Cuba frente a la pandemia, por ejemplo, fue posible por haber realizado una revolución socialista y contar con una economía nacionalizada y planificada. Lo que hizo Cuba en ese período es una prueba más de la superioridad del socialismo. Es una auténtica locura que un país atrasado como Cuba, con una economía asfixiada, haya sido capaz de desarrollar vacunas contra el coronavirus. Todo el potencial científico y la infraestructura que lo hizo posible se debe a las inversiones en desarrollo científico y biotecnológico que realizó Fidel en los peores momentos del período especial, cuando otras urgencias y criterios más economicistas y guiados por el mercado quizás las habrían desaconsejado. Una economía planificada permite poner los recursos donde la voluntad política decide que es más importante para la protección y el desarrollo pleno de los seres humanos.

[2] «Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas se tomarán sin dilación las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels: 1) no sólo elegibilidad, sino revocabilidad en cualquier momento; 2) sueldo no superior al salario de un obrero; 3) inmediata implantación de un sistema en el que todos desempeñen funciones de control y de inspección y todos sean “burócratas” durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en “burócrata”». V. I. Lenin: El Estado y la Revolución, Fundación Federico Engels, Madrid, 1997, p. 132.

[3] «Ante todos los que pretenden contribuir al cambio continuado de las sociedades y las personas, que es el camino hacia la liberación socialista, se levanta la tensión permanente entre el poder y el proyecto. Ese es probablemente el problema más dramático del socialismo (…)». «Cuba y el pensamiento crítico, por Néstor Kohan», en Fernando Martínez Heredia: Pensar en tiempo de revolución. Antología esencial, CLACSO, Buenos Aires, 2018, p. 1246.

«Las relaciones, tensiones y contradicciones entre el poder y el proyecto, la dominación y la libertad, la unidad y las diversidades, las relaciones económicas y la igualdad de oportunidades, la autoridad y la participación, son temas –entre otros– del socialismo cubano (…)». «Visión cubana del socialismo y la liberación», en Fernando Martínez Heredia: Ob. cit., p. 874.

[4] «Nuestra tesis es que los cambios producidos a raíz de la Nueva Política Económica (NEP) han calado tan hondo en la vida de la URSS que han marcado con su signo toda esta etapa. Y sus resultados son desalentadores: la superestructura capitalista fue influenciando cada vez en forma más marcada las relaciones de producción y los conflictos provocados por la hibridación que significó la NEP (…) se están resolviendo hoy a favor de la superestructura; se está regresando al capitalismo». Ernesto Che Guevara: Apuntes críticos a la Economía Política, Ocean Sur-Centro de Estudios Che Guevara, La Habana, 2006, p. 7.

[5] Discurso pronunciado por Fidel Castro en el acto por el aniversario 60 de su ingreso a la universidad, efectuado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el 17 de noviembre de 2005, en http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/2005/esp/f171105e.html

Fuente: https://medium.com/la-tiza/certezas-y-encrucijadas-del-socialismo-en-cuba-61765e3ae6b7


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