Crítica: ¿Puede caer el capitalismo? Parte III de IV.

La fórmula de la toma del poder y la socialización de los medios de producción volviéndolos propiedad del Estado, no funciona más”.

por Marcelo Colussi/Guatemala

Por otro lado -y esto es toral- las democracias de mercado, más allá de pregonarlo, no fomentan ninguna libertad genuina. La observación de la sistemática violación de derechos humanos en cualquier potencia capitalista que se autoproclama democrática lo evidencia de modo palmario: baste ver cómo se trata allí a los inmigrantes irregulares, a sus colonias (¿colonias en el siglo XXI?), manteniendo parasitarias casas reales en algunos casos, mintiendo descaradamente sobre la ideología, torturando también cuando tienen que torturar. Pero peor aún es la sensación -engañosa- de libertad que se transmite, mientras dirigen la conducta de las grandes masas, tanto para hacerla consumir productos industriales como para hacerla pensar en un modo determinado (recuérdese una vez más la cita de Brzezinsky). A decir verdad, la tan preconizada libertad no pasa de ser una gigantesca estatua a la entrada del puerto de Nueva York obsequiada por el gobierno francés, y no más que eso. Si algo enseñan las actuales ciencias sociales, en cuenta el materialismo histórico -así como también la sociología, el psicoanálisis, la semiótica, la economía política, la antropología- es la situación de enajenación elemental y fundante del sujeto: no decidimos consciente, voluntaria y racionalmente nuestra vida, sino que ella depende de un cúmulo de factores que se nos escapan, que nos deciden en lo que somos -macros en cuanto a mi posición social-ideológico-económica, y subjetivos-familiares en cuanto a mi estructura de personalidad, a mi carácter-.

La tan cacareada libertad que entroniza el capitalismo -herencia directa del individualismo posesivo dieciochesco- no es más que la contracara de la filosofía del “yo como propietario”, “yo autor de mi propio destino”.

Según la concepción del individualismo posesivo, el individuo no accedería a su libertad más que en la medida en que se comprende a sí mismo como propietario de su persona y de sus propias capacidades, antes que como un todo moral o como una parte del todo social. Esta visión, estrechamente vinculada al desarrollo de las relaciones de mercado, queda expuesta en las grandes teorías sistemáticas de la obligación política (Hobbes y Locke)”,

afirma C. B. Macpherson. En ese caldo de cultivo intelectual que marca el surgimiento de la modernidad capitalista (eurocéntrica, luego globalizada), es capital la idea de “yo” como dueño de la situación, un yo absolutamente libre, dueño de su propia vida, de su destino. La ilusión es que ese yo –“todo depende de usted, de su propio esfuerzo”, dirá la ideología concomitante- sería absolutamente libre y decide lo que será su vida. De esa cuenta, la libertad pasa a ser un bien supremo. Pero como dijimos, la misma es exactamente eso: ilusión. “Nadie es dueño en su propia casa”, sentenciará Freud, derrumbando estrepitosamente ese espejismo. Se esfuma así la quimera de un libre albedrío. En síntesis: eso es lo que vinieron a demostraron las actuales ciencias sociales con su carácter crítico: la enajenación del sujeto. Ahí se encuentran y entrecruzan, justo en ese punto, el materialismo histórico, el psicoanálisis y la semiótica.

Algo que parece cómico, o mejor dicho absurdo, es que desde muchas potencias capitalistas europeas, que formalmente son monarquías, donde parásitas familias reales que consumen millonadas pagadas por sus súbditos se llenan la boca hablando de democracia, división de poderes y alternancia en el gobierno -los “dictadores comunistas” se eternizan en el poder, según esta sesgada visión- algunos de estas/os monarcas, nunca elegidas por sufragio universal (¿por voluntad divina será entonces?), pasan décadas en sus tronos: 52 años la reina Margarita II de Dinamarca, 70 años la reina Isabel II del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Es algo similar al Papa en el Vaticano: la demostración más palmaria de falta de democracia (¿será porque lo elige Jehová a su representante terrestre, y el Sumo Hacedor no se equivoca?). Nunca queda claro por qué hay mandatarios “buenos y democráticos” -aunque estén décadas en el poder, como Netanyahu en Israel: 14 años, Yoweri Museveni, en Uganda: 37 años, Omar Bongo en Gabón: 42 años, la dinastía Somoza en Nicaragua: 45 años-, siempre con el aval del Occidente capitalista, porque no atentan contra sus intereses, mientras existen mandatarios “malos”: Vladimir Putin en Rusia, por ejemplo, hombre fuerte de la política del Kremlin durante más de 20 años, o líderes “autocráticos”, como son -según esta ideología conservadora- todos los dirigentes de las revoluciones socialistas: Stalin, Mao Tse Tung, Castro, ahora el presidente chino Xi Jinping, el “dictador” norcoreano Kim Jong-un. Sin dudas la idea de democracia que imponen las potencias capitalistas es definitivamente insostenible. Como dijera el escritor argentino Jorge Luis Borges, para nada sospechoso de comunista, en una lúcida interpretación del campo político: “la democracia es una superstición basada en la estadística.” Sin dudas: superstición, presunta magia que todo lo arreglaría. Para el discurso oficial del capitalismo occidental -ya planetariamente triunfante- la democracia es la panacea que trae prosperidad y desarrollo. No hay que olvidar, sin embargo, que en todos, absolutamente todos los países que presentan esta configuración política, en general vota alrededor de la mitad del padrón electoral, no más. Dicho de otro modo: suele ganar la abstención. En otros términos: a la gente parece que no le preocupa tanto esto del voto, sino el poder comer todos los días. Recuérdese al respecto las dos investigaciones sobre “democracia” (entendida como elecciones periódicas) realizadas en Latinoamérica antes citadas). Si se quisiera extender el concepto de democracia a “libertad de expresión”, la cosa tampoco es muy promisoria ahí. Se puede decir todo lo que uno quiera, pero siempre hasta cierto punto. La libertad siempre tiene algo de engañoso.

Con esa sensación de poder que otorga el capitalismo desarrollado a las pocas potencias que, con arrogancia, se arrogan el derecho de decidir los destinos de la humanidad, desde los centros imperiales se establece -con la mayor de las hipocresías- cuáles son las democracias “buenas” y cuáles las “cuestionables”. Hugo Chávez, por ejemplo, ganó limpiamente todas las elecciones a las que se presentó; el pueblo venezolano mayoritariamente lo eligió una y otra vez. Pero como resultó un nacionalista demasiado antiimperialista, su democracia, según el amañado discurso de la derecha global, no era tan democrática. O lo mismo pasó con el presidente Nayib Bukele en El Salvador, que ganó las elecciones con un porcentaje de votos nunca visto en ningún país. Como es un gobernante díscolo para la visión de la Casa Blanca, su democracia es autoritaria. La hipocresía no tiene límites: la democracia, el “gobierno del pueblo”, solo es posible dentro de los cánones de lo que el capitalismo occidental desea. Si algo se transforma en democracia real: poder popular, con todas las experiencias que sí, de verdad existen (soviets en un primer momento de la revolución bolchevique, asambleas comunitarias en muchos puntos de Latinoamérica o del África, ejemplos del movimiento zapatista en México, etc.), eso no es la “auténtica” democracia que exigen los amos del mundo.

Es como con los misiles nucleares: los de Estados Unidos o los de las potencias capitalistas son “buenos”; los de Corea del Norte, o los que está desarrollando Irán, son “atentados a la libertad”. El capitalismo, además de explotador y chupasangre en lo económico-social, es sádico en su faceta ideológico-cultural, es mentiroso, arrogante, psicópata.

Para muestra -una más de tantas-: lo que ha pergeñado con el tema de la corrupción, por ejemplo. Según su prefabricado discurso, en Latinoamérica el tráfico de influencias -siempre ligado a la corrupción gubernamental- contribuiría a mantener las impresionantes diferencias económico-sociales, la pobreza generalizada (eso no es cierto: la pobreza depende de los factores estructurales). En Estados Unidos, por el contrario, existen empresas de lobby (cabildeo) totalmente legales (son lo mismo: una suerte de conspiración a espaldas de la población). En todo caso, el tráfico de influencias, el cabildeo, los grupos de presión que logran establecer las leyes buscadas por las empresas, son tan corruptas como el funcionario venal que recibe un soborno para otorgar un contrato. ¿Por qué en la “salvaje” Latinoamérica eso sería corrupto, y en Estados Unidos algo legal, moviendo enormes millonadas cada año? Otro tanto puede decirse de los llamados “paraísos fiscales”. Para la visión imperial, Estados llamados “fallidos” se nutren de fondos de dudosa proveniencia que prácticamente no pagan impuestos y donde rige el más absoluto secreto bancario; estos “deplorables” sitios donde se lavan activos se encuentran generalmente en islas, lugares que no caen bajo el foco de la prensa, muchas veces maquilladas como paraísos turísticos de alta gama: Barbados, Islas Caimán, Islas Salomón, Trinidad y Tobago, Fiji, Guam, etc. Lo curioso es que los mayores paraísos donde no hay mayores regulaciones tributarias y donde todo dinero, no importando su procedencia, es bienvenido, se encuentran en el mismo Estados Unidos: Alaska, Florida, Nevada, New Hampshire, Dakota del Sur, Tennessee, Texas, Washington y Wyoming.

Otro ejemplo más de esta psicopática hipocresía: la reunificación de las dos Alemanias luego de la caída del Muro de Berlín fue un acto de “libertad”. La reunificación de las dos Chinas que pide Pekín -la República Popular, continental, y su “provincia rebelde”, la isla de Taiwán- es una muestra de autoritarismo guerrerista, una invasión injustificable.

Es más que evidente que esto de democracia, libertad, derechos humanos e inventos por el estilo (se habló de “bombardeos humanitarios” de la OTAN en la ex Yugoeslavia para salvar la paz, y a Kissinger, el principal factótum del imperialismo guerrerista norteamericano en el siglo XX se le otorgó el Premio Nobel de la Paz), no puede pasar de un horrible chiste de humor negro, del peor y más ácido humor.

Lo que queda diametralmente claro es que por la vía de elecciones en el marco de las democracias burguesas no es posible construir alternativas socialistas reales, en absoluto. La socialdemocracia -con políticos “profesionales” de saco y corbata- no es una opción revolucionaria. No puede serlo nunca. Al socialismo se podrá llegar solo destruyendo el aparato de dominación de la actual clase dominante: la burguesía. Ahí no cuenta el saco y corbata, aunque se la use (alguna vez preguntaron a Lenin por qué siempre vestía tan elegantemente, traje y rigurosa corbata, con camisas de seda, a lo que respondió: “Lucho para que todo el mundo pueda vestirse así, si lo desea”). Pero debe tenerse mucho cuidado de caer en la trampa de identificar socialismo con violencia. La violencia es lo que hace andar la historia, aunque dicho así puede repeler. ¿Cómo lograr cambios reales en la dinámica política, en el ejercicio de los poderes? En mesas de negociaciones está visto que no, porque siempre se negocia en desigualdad de condiciones: la clase dominante se impone, económicamente o por la fuerza. La revolución, como cambio radical que pone patas arriba la sociedad, es imperativa; si no, seguiremos con planteos capitalistas, aunque disfrazados de “progresismos”. Los que, lamentablemente, pueden servir a la derecha para mostrar que esos “regímenes populistas” no logran nada. Lo cual es cierto -recuérdese lo dicho por Rosa Luxemburgo con su metáfora de la locomotora-. Estos mandatarios progresistas han dicho cosas que, desde una lectura marxista, deberían hacer reír… o llorar. Pero la derecha no deja de verlos como peligrosos, solo con el hecho de tener un discurso popular. “En mi país no hay lucha de clases”, o “vamos a desarrollar un capitalismo serio”, expresaron algunos de los más representativos exponentes del progresismo latinoamericano de inicios del silgo XXI. Sin dudas, esas posiciones tibias no favorecen la organización popular para la revolución.

Llegar al socialismo significa comenzar a edificar una nueva sociedad con nuevas relaciones de propiedad y una nueva cultura. Es decir: medios de producción en manos de la clase trabajadora quien, por medio de un real poder popular, se hace cargo de la conducción de la sociedad (“dictadura del proletariado”, llamó Marx, inspirándose en la Comuna de París de 1871). Todo ello con miras a enfilarse hacia una sociedad sin clases, el comunismo.

El mundo ha cambiado mucho a partir de las políticas neoliberales; el campo popular ha sido “domesticado”, y la izquierda -o buena parte de ella, las guerrillas desmovilizadas, por ejemplo- que antes atacaba a la democracia representativa, ahora la busca, o incluso la defiende. Sin dudas, desde la caída del Muro de Berlín no está nada claro cómo llegar al socialismo.

No hay que olvidar que socialismo no son programas asistenciales, clientelares, parches puestos sobre las penurias del capitalismo con negociaciones de las cúpulas a espaldas de los pueblos. “No miren lo que digo sino lo que hago”, pudo manifestar el entonces presidente argentino Néstor Kirchner -¿de izquierda?- en una conferencia con empresarios españoles, invitándolos a la inversión en Argentina. ¿Doble discurso de un “revolucionario montonero”? (en su tiempo juvenil, claro. No cuando fue presidente). ¿Qué negoció el presidente nicaragüense Daniel Ortega -¿de izquierda ahora, después de pasado el volcán revolucionario del sandinismo de la década de los 80 del siglo pasado?- con el cardenal Miguel Obando y Bravo: complicidad y silencio mutuos (los supuestos ocho hijos del prelado y las empresas del ex comandante guerrillero, adueñadas durante la tristemente famosa “piñata”)? Pactos en secretividad a espaldas de las clases populares no tienen nada que ver con el socialismo. Ni tampoco los “capitalismos con rostro humano”. Esto último ya lo propugnaba hace décadas John Keynes como salvataje del capitalismo ante un período de crisis. ¡Y Keynes no era socialista precisamente!

La economía nicaragüense, hoy en esta era “orteguista”- no va mal en términos macros, según las mediciones de los organismos del Consenso de Washington: Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional. En el período 2010-2017 creció en promedio un 5,2% anual. Valga apuntar que actualmente el 96% del PIB del país proviene del sector privado. Repartir esa riqueza con algún criterio social benefactor no está mal, pero la izquierda no puede quedarse en eso. En definitiva, un país gobernado por el capital -con el modelo de alianza público-privado que aplauden la derecha mundial y los organismos crediticios- puede alivianar las penurias, pero no las termina. ¿Nos quedamos resignadamente con ese discurso del posibilismo? ¿Eso debe ser la izquierda?

Es perentorio terminar con el capitalismo, antes que él termine con la humanidad y con el planeta Tierra. A propósito de esto, valga aclarar muy enfáticamente que no somos nosotras y nosotros, habitantes del globo, los causantes del desastre ecológico que vivimos: es el modo de producción y consumo que el capitalismo ha desarrollado, consistente en obtener la mayor ganancia empresarial posible, no importando el costo para ello. De ahí que, ante tamaño ataque a la naturaleza, puede decirse que habitamos hoy un nuevo período geológico: Antropoceno, o mejor aún, Capitaloceno. Quien destruye los recursos y agota el agua dulce no es la población, tal como nos dice la prédica mediática -que, de ese modo, quedaría como “el villano de la película”- sino la gran empresa en su insaciable búsqueda de lucro. La obsolescencia programada -producir productos con una fecha de caducidad ya estipulada para que se arruinen rápidamente y haya que cambiarlos alimentando así en forma infinita el círculo de producción-consumo-más producción- es la elocuencia de este modelo despilfarrador y enajenante que no tiene futuro. El reciclaje de basura que se nos obliga a hacer -por cierto muy válido, muy responsable- reduce la polución ambiental solo en un 1 a 2%. Debemos tener cuidado con la manipulación sentimentaloide que se hace de esto; para muestra, la reciente denuncia que acaba de hacer el informe “El fraude del reciclaje del plástico”, realizado por el Center for Climate Integrity (CCC), donde se hace evidente una campaña de engaño y desinformación sobre la reciclabilidad de los residuos plásticos orquestada por las grandes empresas petroleras (ExxonMobil Corporation, Chevron Corporation, Dow Chemical Company, DuPont Corporation y sus grupos de presión y organizaciones comerciales), las que, desde hace 30 años, saben perfectamente que el reciclaje de plásticos “no es ni técnica ni económicamente viable”.

Otro tanto sucede con el vital líquido, indispensable para la vida. El 90% de agua dulce que se consume lo hace la industria, no la gente en sus hogares. “Gota a gota el agua se agota”, es la publicidad culpabilizadora que nos llega. No es así exactamente: no es la población consumiendo “irresponsablemente” lo que el sistema nos ofrece la verdadera causa de la catástrofe ambiental, sino el capitalismo. La cuestión que se nos plantea es ¿cómo cambiarlo?

Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha revolucionaria; así, parafraseando el título de la novela del ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, más de cien años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? ¿Cómo hacer colapsar al sistema capitalista para construir la alternativa socialista? Las primeras experiencias nos marcan el camino: indican lo que sí podemos hacer y lo que no hay que repetir. Pero la cuestión sigue estando en la pregunta: ¿qué hacer, por dónde ir?

¿Repetir la toma del Palacio de Invierno de los zares? ¿Una nueva Larga Marcha que atraviese todo el país juntando fuerzas? ¿“Barbudos” que bajen de la sierra para correr a una guardia asesina con el apoyo del pueblo humilde? Pero no todos los países del mundo tienen zares, ni 12.000 kilómetros de distancia cruzando desiertos y montañas, ni sierras tropicales. Además, cada lugar tiene una historia y una dinámica propia tan distinta una de otra que no puede haber recetas generales.

Hoy por hoy, nadie sabe exactamente qué es realmente una estrategia anticapitalista. La vieja fórmula de la toma del poder y la socialización de los medios de producción volviéndolos propiedad del Estado, no funciona más”,

comenta con amargura Gerardo de la Fuente. En cierta forma, es así: los caminos parecen cerrados. La lucha sindical hoy no se muestra fecunda; muchos sindicatos, producto del trabajo de cooptación muy bien realizado por las clases dominantes, terminaron siendo “aristocracias obreras”, absolutamente alejadas de las necesidades populares, trabajando solo para mantener sus cuotas de beneficios, haciéndoles el juego a sus patronales, defendiendo finalmente a ellas y no a la clase de donde provienen. Las luchas armadas -aunque persisten algunas fuerzas guerrillas en el mundo (el Ejército de Liberación Nacional -ELN- en Colombia, el Movimiento naxalita en la India, algunos grupos armados de ideología de izquierda en África-) no se ven como camino fértil. “Antes había muchísimos jóvenes que se incorporaban a la guerrilla para irse a luchar a la montaña. Sobraban voluntarios y faltaban fusiles. Hoy… ni montaña hay”, se quejaba apesadumbrado un ex comandante guerrillero en Centroamérica. La búsqueda parlamentaria es bastante estéril por todo lo ya arriba expuesto. Los actuales progresismos latinoamericanos lo demuestran, con el agravante que, muchas veces, luego de esos procesos de tibia centro-izquierda, como revancha política vuelven con fuerza las posiciones más ultraderechistas (Mauricio Macri, Jair Bolsonaro, Javier Milei). Una vez más, vale la metáfora de la revolucionaria polaco-alemana. Ante toda esa cerrazón, ¿habrá que recorrer otros caminos?

Ahí aparecen los hackers.

Construís bombas atómicas, hacéis la guerra, asesináis, estafáis al país y nos mentís tratando de hacernos creer que sois buenos, y aún nos tratáis de delincuentes. Sí, soy un delincuente. Mi delito es la curiosidad. Mi delito es juzgar a la gente por lo que dice y por lo que piensa, no por lo que parece. Mi delito es ser más inteligente que vosotros, algo que nunca me perdonaréis. Soy un hacker, y éste es mi manifiesto. Podéis eliminar a algunos de nosotros, pero no a todos… después de todo, somos todos iguales”,

reza el manifiesto fundacional de un movimiento hacker. Quizá los ataques informáticos al corazón del sistema capitalista constituyan una afrenta importante, tanto que quizá logren abrir brechas. No lo estamos afirmando. Es más: no lo sabemos ni hay razonablemente modo de saberlo. ¿Cómo podría colapsar al sistema global hiper poderoso el hecho de que a una de sus grandes corporaciones multinacionales se le paralicen los sistemas informáticos por unos días? ¿Sirve realmente como una propuesta de transformación social que, por ejemplo, se conozcan secretos del Pentágono? En todo caso podemos decir que algunos hackers, o algunos movimientos de hackers, promueven una justicia social y un acceso libre al conocimiento universal que, así considerado, conlleva un enorme potencial transformador. Hoy día el sistema global se centra cada vez más en las tecnologías digitales, en la inteligencia artificial. Golpear allí puede llegar a ser de importancia capital. De todos modos, esto solo lo dejamos dicho como comentario marginal, más que nada para hacer evidente que, en este momento de la historia, el capitalismo -aunque sigue y seguirá siendo un desastre en términos humanos- no está dando muestras de caer. Propuestas como el “aceleracionismo”, con la muy discutible idea que la aceleración sin límites de las tecnologías de punta actuales puede conducir a un estadio post capitalista, parecen sueños afiebrados, quizá no muy distintos a los del “socialismo utópico” de inicios del siglo XIX.

Hoy día, viendo que la revolución socialista es algo en entredicho, que las primeras experiencias no han dado todo el resultado esperando, comienza a perfilarse un pensamiento novedoso: la multipolaridad. En resumidas cuentas, así lo puede expresar un analista político como Antonio Castronovi:

El multipolarismo es más bien la verdadera revolución en curso de nuestra era que marcará el destino del mundo venidero, y de cuyo resultado dependerá la posibilidad de que se reabra una nueva perspectiva socialista.

Caído el campo socialista europeo y desintegrada la Unión Soviética, Estados Unidos quedó como la potencia dominante del mundo. Se entró de ese modo en una fase de unilateralismo, de unipolaridad donde Washington se erigió como dominador absoluto. Por varios años, poniendo tras de sí a la Organización de Naciones Unidas, a la Unión Europea y la OTAN, la Casa Blanca dictó los caminos a seguir, sin sombras ni obstáculo alguno delante. Pero las cosas fueron cambiando bastante rápidamente.

Ya entrado el siglo XXI, la República Popular China, con un vertiginoso ascenso económico, desde fines del siglo pasado, y mucho más en el presente, se constituyó en un formidable competidor de Estados Unidos. Según cómo se lo mida, su PBI casi iguala al del país americano, o lo supera. Junto a ello, renaciendo como país capitalista, la Federación Rusa salió del colapso que significara la desintegración de la URSS, y apareció nuevamente en el ruedo internacional como potencia político-militar. Varias guerras victoriosas donde exhibió su renovado músculo militar -Chechenia, Crimea, Siria, Ucrania-, más una demostración de fuerza bélica de la más alta tecnología que reproduce para Washington el “momento Sputnik” de 1957, evidenciaron que Moscú seguía siendo un rival de igual a igual. Estados Unidos, sintiendo que va perdiendo lentamente la hegemonía global, reaccionó de manera bélica, militarizando más aún el panorama internacional (la guerra de Ucrania, la carnicería israelí en Palestina y la tensión al rojo vivo en Taiwán lo evidencian). En esa nueva coyuntura que comienza a darse abiertamente a partir de la tercera década del siglo XXI, el eje Moscú-Pekín se alza como referente de un anticapitalismo occidental, básicamente del anglosajón, que es quien viene tomando la delantera en la modernidad eurocéntrica.

Pero ninguno de los dos países euroasiáticos levanta las banderas del socialismo y la revolución como consignas para el mundo. Rusia pasó a ser una nación ganada por el capitalismo más voraz y mafioso, donde unos pocos multimillonarios manejan el grueso de su economía, y China propicia un particular “socialismo de mercado” que puede dar excelentes resultados para su propia población, pero sin constituirse en referente para los pobres y oprimidos de todo el orbe. Ambas naciones, en un gran esfuerzo conjunto, están intentando edificar un mundo por fuera del dominio del dólar. Surge así la propuesta de los llamados BRICS. Éstos (en el momento de redactar este texto son diez países), con economías dispares, todos capitalistas -salvo China-, con muy distantes visiones político-filosóficas de la sociedad, se presentan como un bloque alternativo al capitalismo basado en la divisa estadounidense. El mundo dejó de ser unipolar, pasando a tener varias cabezas; multipolaridad digamos: China, Rusia, y varios países no alineados con el dólar. En principio, no puede decirse que esto constituya una perspectiva post capitalista; es una nueva arquitectura global descentralizada de Washington. Eso, por sí solo, no trae reales beneficios a las grandes mayorías planetarias. La idea de un comercio donde todos ganen (¿será una quimera eso?, el ganar-ganar) no es el ideario socialista. ¿O habrá que pensar que la idea de cambio revolucionario quedó obsoleta? La Nueva Ruta de la Seda que impulsa hoy Pekín, ambicioso proyecto que posicionará a China como principal potencia mundial, con presencia en más de 100 países, para algunos es una forma sutil de imperialismo, colocando sus propias mercaderías en los cinco continentes; para otros, los chinos fundamentalmente, una forma de llevar prosperidad a los sectores más deprimidos del globo. ¿Planteo socialista? 

mmcolussi@gmail.com,

https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33

Parte II de IV (leer parte II aquí)

Fuente: Recibido por CT 02-07-2024


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