América Latina: Esterilidad e imposturas de las «izquierdas» nacionales. Crítica.

Las izquierdas latinoamericanas: una radiografía

por Marcelo Colussi/Desde Guatemala.

En relación a los procesos tibios de “socialismo capitalista” (digamos: socialdemocracia), vale recordar lo dicho por la revolucionaria polaco-alemana Rosa Luxemburgo: “No se puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.

Izquierda” es un término demasiado amplio, impreciso incluso; de todos modos, permítasenos usarlo aquí para dar a entender todas aquellas fuerzas políticas y/o sociales que bregan por un cambio respecto al sistema capitalista. Entra allí, por tanto, un muy extendido abanico de opciones y alternativas, desde grupos alzados en armas hasta partidos políticos que se pliegan a la institucionalidad vigente, desde movimientos sociales más o menos sistematizados o espontáneos hasta grupos académico-intelectuales. Exagerando quizá, podría decirse que mucho del movimiento de ONG’s que se ha venido dando en estos últimos años, en términos amplios podría considerarse “de izquierda”. La característica común que une a toda esa amplia masa es el deseo de transformar el modelo socio-económico vigente o, incluso, en que abre críticas puntuales a injusticias que se dan dentro de ese modelo, aunque haya profundas diferencias en la forma de buscarlo.

Sin enfrascarnos en una elucubración teórica en torno a cómo definir “izquierda” -porque estas breves líneas no dan para eso, ni la capacidad de su autor-, puede decirse que toda crítica que se abra contra el sistema puede ser considerada, tal vez en un sentido un tanto laxo, con un talante izquierdoso. De todos modos, no puede dejar de mencionarse que el término da para mucho. Solo a título de ejemplo: cuando en Argentina ganó las elecciones Fernando de la Rúa en 1999 (con un partido tradicional, de derecha, para nada transformador), para algún analista político europeo -sin dudas convencido de la racionalidad de las elecciones democrático-burguesas periódicas- eso fue un triunfo de la izquierda. Y para una visión ultra reaccionaria -tal como hoy día va ganando espacio en diversos puntos del mundo- un tibio socialdemócrata que no pretende cambiar nada de raíz, ya constituye un “peligro comunista”, que traerá el ateísmo, el fin de la familia tradicional y la reivindicación de la homosexualidad, entre otras plagas bíblicas. Sin dudas el campo popular y las izquierdas han sido tan castigadas en estas últimas décadas que una muy leve bocanada de aire algo más fresco -los progresismos latinoamericanos recientes- puede sentirse como un profundo cambio (efecto ilusorio, sin dudas. Espejismos que surgen ante la falta real de alternativas válidas, proceso humano totalmente comprensible).

América Latina no es pobre. Por el contrario, como sub-continente es uno de los lugares con mayor riqueza natural del planeta. Inconmensurables tierras fértiles, agua dulce al por mayor, enormes selvas tropicales, petróleo (ahí están las mayores reservas mundiales: Venezuela precisamente, tan apetecida por el imperio del norte), gas y vastos recursos minerales (en cuenta los principales yacimientos de materiales cada vez más necesarios para las industrias de punta), litorales marítimos plagados de vida, energía hidroeléctrica en cantidades fabulosas, todo ello la convierten en un “paraíso”. Pero curiosamente, pese a esa riqueza, las diferencias entre quienes más poseen y los más desposeídos son de las más grandes del mundo (se diría que, más que paraíso, hay ahí un “infierno”). Conviven ahí magnates extravagantes con riquezas incalculables junto a poblaciones terriblemente empobrecidas. Junto a barrios ultramodernos en las principales urbes (mansiones con helipuertos custodiadas por ejércitos de guardaespaldas y vehículos de altísima gama, solo para “elegidos”) hay poblaciones viviendo en situaciones de siglo XIX en áreas rurales, o apiñadas en tugurios urbanos de inusitada pobreza y violencia, sin acceso a los servicios básicos más elementales. Regímenes militares en prácticamente todas sus naciones durante el pasado siglo hicieron de Latinoamérica una tierra de represión marcada a sangre y fuego. Las frágiles democracias existentes actualmente, totalmente formales, con unas pocas décadas de existencia, no logran -ni lo pretenden, en realidad, más allá de pomposas declaraciones que nadie puede tomarse en serio- terminar con las desmesuradas asimetrías económico-sociales reinantes.

Un elemento sumamente importante en el análisis geopolítico de la región es el papel que juega Estados Unidos. Desde inicios del siglo XIX, cuando ya despuntaba como potencia comenzándole a disputar la supremacía a los países centrales de Europa, el país del norte comenzó a ver a Latinoamérica como su zona natural de influencia, su patio trasero, como suele decírsele. La llamada Doctrina Monroe, formulada en 1823, lo dejó establecido: “América para los americanos” (obviamente, los del Norte). Desde ese entonces, y durante dos siglos, las vicisitudes políticas de la región pasan indefectiblemente por lo que se decide en la Casa Blanca. Latinoamérica es un área vital para Estados Unidos, pues de la zona extrae (roba) innumerables materias primas (petróleo, minerales estratégicos, biodiversidad de sus selvas tropicales, agua dulce, etc.), mano de obra barata con la cantidad de migrantes irregulares que marchan hacia su territorio, un pago continuo de los servicios de las deudas externas con que su banca tiene amarrados a los países de la región, productos y servicios que les impone. Es por eso que custodia el sub-continente latinoamericano al milímetro con más de 70 bases militares y la IV Flota de su Armada navegando por las costas caribeñas y sudamericanas. Nada de lo que pasa en los países de la región escapa al escrutinio inapelable de Washington, y menos aún con el nuevo escenario global que se está reconfigurando, con China y Rusia -encabezando los BRICS+- que comienzan a tener una presencia creciente en el espacio latinoamericano.

Producto de una furiosa y sangrienta represión vivida en las últimas décadas del siglo XX y de un bombardeo ideológico-cultural inmisericorde y constante, dado a través de medios masivos de comunicación y las actuales redes sociales, el discurso dominante que se ha impuesto con fuerza apabullante es de derecha, conservador, entronizando el libre mercado, denostando todo lo estatal, criminalizando la protesta social, y a la vez estimulando un grosero individualismo hedonista, logrando de ese modo reemplazar en la ideología del día a día cualquier intento de cambio. La única salida a la crisis se vislumbra a título personal: marchar como migrante irregular hacia las presuntas islas de esplendor, como Estados Unidos, o ascender socialmente a través del estudio universitario (de ahí la profusión de universidades privadas y propuestas de post grado, en muchos casos de cuestionable valor académico, pero que impulsan las mismas ilusiones individualistas de un migrante “mojado”: “triunfar”, “salvarse”).

La invasión de sectas neopentecostales que ha tenido lugar en estos años (estrategia muy bien concebida por Washington: véase los respecto los Documentos de Santa Fe) completa el cuadro, anestesiando la protesta y las cabezas, intentando sepultar el pensamiento crítico. Del mismo modo, aparece la actual epidemia de drogas que barre la región, como plan bien organizado para desconectar a las juventudes de su opción por la protesta y la rebeldía. “Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria”, dice Isaac Enríquez Pérez.

Las políticas neoliberales impuestas desde hace alrededor de 50 años desde los centros imperiales, acatadas mansamente por los gobiernos nacionales, fueron reconfigurando el paisaje político-económico y social. De esa cuenta, los grandes capitales crecieron en forma exponencial, mientras las grandes mayorías populares ahondaron su empobrecimiento. Las políticas sociales que impulsaban los Estados hacia mediados del siglo XX fueron siendo barridas, y hoy día, en todos los países, las estructuras estatales son precarias, brindando muy deficitariamente, o no brindando, los servicios básicos a sus poblaciones. En esa lógica, los movimientos sindicales contestatarios fueron siendo absorbidos/cooptados por los planteos de derecha. La pretensión del sistema, cumplida en muy buena medida, fue transformar a los “trabajadores” en “colaboradores”.

Las grandes mayorías trabajadoras (urbanas, rurales, amas de casa) están más desprotegidas que nunca. Los derechos laborales están conculcados en forma bochornosa, y las prácticas de explotación alcanzan niveles no vistos antes. El movimiento sindical combativo de otrora está casi extinguido; sobrevivieron solamente sindicatos burocratizados y plegados a las patronales, los que no constituyen focos reales de reivindicación y/o mejoramiento de las condiciones laborales, más allá de ocasionales declaraciones formales. Acompañando ese cambio, las fuerzas políticas de izquierda fueron diezmadas (derrotadas militarmente, o “amansadas”, obligándolas a participar en la democracia formal de saco y corbata que no puede pasar de planteos reformistas. En tal sentido, las masas se encuentran bastante -o muy- huérfanas de proyectos reales de cambio. No aparecen -porque el sistema se cuida muy bien de evitarlas- propuestas alternativas viables, anti capitalistas, de las que las poblaciones puedan sentirse apropiadas.

Marcelo Colussi, escritor y politólogo de origen argentino. Actualmente radicado en Guatemala.

En el medio de esa marea de retroceso del campo popular, con un ataque enorme de los capitales (nacionales y, fundamentalmente, internacionales) sobre la masa trabajadora y los pueblos en general, las izquierdas, en tanto elemento fundamental de lucha antisistémica, no encuentra los caminos. La gran mayoría de movimientos armados se han desmovilizado, y los que aún persisten, no se ven como verdadero elemento transformador, pues el contexto se los impide, pues no existe espacio político efectivo para constituirse en alternativa viable. Las iniciativas políticas en el ruedo de las democracias parlamentarias burguesas no alcanzan a erigirse en verdaderos desafíos sistémicos. Las veces que la izquierda logró ganar el Poder Ejecutivo en los distintos países, no pudo pasar de administrar el neoliberalismo vigente con un poco más de sentido social, pero sin lograr transformar de raíz el sistema capitalista.

En el inicio del siglo, en muy buena medida alentada por la Revolución Bolivariana en Venezuela encabezada por Hugo Chávez, los mandatarios de varios países de la región (Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, El Salvador, Honduras) comenzaron tímidamente a desarrollar políticas que, sin superar el capitalismo, presentaron un carácter más moderado, con cierta preocupación por los sectores históricamente postergados. En todos ellos, llegados a las casas de gobierno por elecciones dentro del marco de la institucionalidad capitalista y no por procesos de insurrección popular, no se tocaron los resortes básicos del sistema: propiedad privada de los medios de producción, reforma agraria, nuevo Estado socialista, ideología revolucionaria desmontando la anterior cultura, reemplazo de las antiguas fuerzas armadas por milicias populares y un nuevo ejército plegado a las dirigencias de izquierda. En síntesis: se asistió a procesos asistenciales que no modificaron de cuajo las estructuras vigentes. Se puede decir que hubo dos olas; ahora se vive la segunda de ellas. Ambas presentan similares características: procesos populares con talante social que no tocan la gran propiedad capitalista.

Para las derechas más reaccionarias (¿hay alguna derecha que no lo sea?) la situación de estos progresismos que han barrido, o continúan presentes en una actual segunda ola, en Latinoamérica, se está ante un panorama prácticamente “revolucionario”. La prédica anticomunista de las derechas vernáculas, impulsadas igualmente por el imperialismo de Washington, es tan visceral que muchas veces la población, manipulada y asustada hasta el hartazgo por esa propaganda, termina eligiendo a sus verdugos (sucedió primero con Mauricio Macri y luego con Javier Milei en Argentina, Daniel Noboa en Ecuador, Iván Duque en Colombia, Sebastián Piñera en Chile, casi por segunda vez con Jair Bolsonaro en Brasil, a quien una muy numerosa turba intentó colocar en la presidencia por la fuerza luego del último triunfo de Lula) o vota contra una imprescindible nueva Constitución en Chile, apoyando así una Carta Magna legada por la dictadura pinochetista.

Si bien en Latinoamérica hay expresiones de centro-izquierda, tibias quizá, pero no enroladas en la extrema derecha neofascista, esas fuerzas de la ultraderecha hacen lo imposible para revertir esos procesos, viendo en los progresismos la encarnación del mismísimo demonio, “cabezas de playa de Moscú”: “El comunismo no se ha erradicado en Latinoamérica y confío en que se transite a regímenes con políticos que realmente representen la voluntad popular, y tenemos esperanza de que un día las cosas van a cambiar”, expresó Eduardo Bolsonaro, hijo del ex presidente carioca, en el marco de la Conferencia Política de Acción Conservadora -CPAC- (gran cumbre política organizada por la Unión Conservadora Estadounidense) celebrada el recientemente en México. Está más que claro que los procesos revolucionarios de base están bastante alejados hoy de una posibilidad real de triunfo, como fue en su momento Cuba, o Nicaragua, o como casi se logra en El Salvador, o incluso en Guatemala.

Luego de un período de crecimiento y cierto esplendor económico a principio de siglo (ligado en parte al fabuloso despegue económico de la República Popular China, principal comprador de las materias primas latinoamericanas), la relativa prosperidad no pudo mantenerse, y lentamente (no sin la intervención de Estados Unidos y la presión interminable de las propias oligarquías nacionales) esos gobiernos de corte social-popular de esa primera ola fueron cayendo. En el caso de Bolivia, desalojando a Evo Morales, y también en Honduras, yendo contra el presidente Manuel Zelaya, en ambas situaciones a través de cruentos golpes militares al mejor estilo de los que se conocieron durante todo el siglo XX, siempre de la mano de los ejércitos, que siguen siendo fuerzas de ocupación, preparados en la Doctrina de Seguridad Nacional impulsada por la Casa Blanca (aunque ahora se nombre de otra manera, con pretendido énfasis en la defensa de derechos humanos).

Al día de hoy solo Cuba se mantiene en un proyecto claramente socialista, sin retroceder ni hacer concesiones, pese al bloqueo y a los interminables problemas heredados. Los elementos capitalistas que puedan darse hoy en la isla (que, definitivamente, se dan a un nivel de micro-empresa) no alcanzan a torcer el rumbo socialista del Estado. Pueblo, gobierno y fuerzas armadas siguen ese derrotero, resistiendo los embates del capitalismo global, pese a los enormes obstáculos que impone Estados Unidos. Su entrada en los BRICS puede dar un poco de oxígeno a una situación que cada vez está tornándose más complicada, con recrudecimiento de las medidas que ahogan la revolución, provocando éxodos de población ante las grandes dificultades del día a día. Es tarea de todo revolucionario en cualquier parte del mundo seguir denunciando y trabajando denodadamente en contra de las medidas de Washington que pretender terminar con el proceso socialista cubano.

Otros países que pueden nombrarse socialistas, presentan innumerables cuestionamientos a ese ideario. Nicaragua, con un discurso pretendidamente anti-imperialista, presenta un populismo asistencial centrado en la figura de un aprendiz de dictador rodeado de una nueva burguesía ascendente que nada tiene de revolucionaria. México (con un partido progresista en la presidencia, ahora encarnado en la figura de Claudia Sheinbaum) y Colombia (con un mandatario con planteos de avanzada, Gustavo Petro, que mantiene su ideario de socialista revolucionario, pero sin el espacio real para ponerlo en práctica, siempre acosado por una derecha troglodita), ambos gobiernos llegados a través del voto popular, abren esperanzas, las cuales no pasan de administraciones no tan marcadamente antipopulares, pero que no cuestionan de raíz -no pueden hacerlo- la primacía del capital y del papel hegemónico de Estados Unidos en la región (“capitalismo serio”, pudo decir en su momento la presidenta argentina. ¿Existe eso acaso?).

El capitalismo es siempre capitalismo. El caso de Guatemala lo deja ver: si bien existió en los inicios del gobierno de Bernardo Arévalo, a inicios de 2024, la esperanza de un cambio hacia planteos populares, una “nueva Primavera Democrática” como reedición del proceso de modernización de 1944 iniciado por el padre del actual mandatario, la realidad política muestra que los factores de poder efectivos (oligarquía y embajada de Estados Unidos) no ceden ni un milímetro en sus posiciones. Los verdaderos cambios sociales, profundos y sostenibles, son algo más que discursos emotivos.

El caso de la República Bolivariana de Venezuela merece una mención aparte. Habiendo surgido allí un primer grito anticapitalista con la figura carismática de Hugo Chávez, lo novedoso de ese movimiento (se volvía a hablar de “socialismo” y “antiimperialismo” luego de décadas de silencio) abrió enormes expectativas en las fuerzas de izquierda, no solo latinoamericanas, sino a nivel mundial. Seguramente porque la caída del campo popular en todo el planeta -luego de la desintegración del bloque socialista europeo y la adopción por parte de China de mecanismos de mercado- fue tan dura que un discurso que ponía de nuevo en el tapete un ideario caído en el olvido, permitía volver a soñar, a tener esperanzas. De todos modos, desde el inicio de ese proceso se vio que lo que se vivía en Venezuela no era una revolución socialista; era, en todo caso, una mejor y más equitativa repartición de la renta petrolera -lo cual no es poco, dado el grado de exclusión histórica de las grandes masas populares-, pero que no tocaba los fundamentos de la empresa privada. Muerto Chávez (o asesinado por el imperialismo, cosa que nunca quedó clara), la burocracia que siguió dirigiendo el proceso mostró que en su ADN constitutivo no había “revolución socialista”. Sumando a ello la brutal agresión de Washington a través del bloqueo y lo que dio en llamarse “guerra económica”, la situación actual del país caribeño es sumamente compleja.

Las fuerzas de izquierda del continente no pueden dejar de defender el proceso emancipatorio venezolano, pero queda la pregunta -con sabor amargo- de hasta qué punto eso es un auténtico proceso emancipatorio. Obviamente, hay que seguir defendiendo la autodeterminación de Venezuela y condenando enérgicamente la intromisión imperialista (de Estados Unidos o de cualquier potencia que intente saquear los recursos del país). De todos modos, no puede dejarse de considerar que estos “socialismos sin socialismo” dan pie a la derecha para mostrar la ineficacia de estos planteos. La situación de Venezuela es mostrada como la patencia de lo imposible del socialismo: de allí la gente “huye”, pero las 2,000 personas diarias que dejan sus tierras en Latinoamérica o el Caribe con rumbo al “sueño americano” no huyen (sic), sino que “migran”. ¿Hipocresía llevada al extremo?

Otros procesos con tinte popular, social, surgidos de las elecciones democrático-burguesas y elegidos como reacción de las masas ante el empobrecimiento de los planes neoliberales y la represión, tal como es el caso de Chile, o Brasil, u Honduras, abren expectativas, pero repitiendo lo que sucede siempre en estos planteamientos que no pueden pasar de administrar un poco más equitativamente los capitales dominantes, hay muy cercano un límite. La actual negativa del presidente Lula al ingreso de Venezuela al grupo BRICS+ lo deja ver en forma patética: el mandatario brasileño responde fielmente a los dictados de “su” oligarquía y del imperio estadounidense. Esos límites definitivamente son infranqueables, sin dudas, pues si se pretende ir más allá, la represión de la derecha no tarda en aparecer.

El caso de Bolivia, complejo, con muchas aristas intrincadas, muestra que dentro de los esquemas capitalistas no se puede avanzar más de un cierto tope. Mientras persista una clase propietaria de los medios de producción (terratenientes, empresarios, banqueros… y una embajada yanki), seguirá sin detenerse la lucha de clases. Y ya vemos quién tiene más fuerza: las oligarquías, apañadas por la geoestrategia de Estados Unidos, recurren a lo que sea para no perder sus privilegios. Experiencias de gobiernos progresistas que no pudieron ir más allá del corsé de la democracia formal, sobran, todos sacados a las patadas o asesinados por golpes militares: Juan Domingo Perón en Argentina, João Goulart en Brasil, Jacobo Árbenz en Guatemala, Salvador Allende en Chile, Maurice Bishop en Grenada, Juan Velazco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá, Jean-Bertrand Aristide en Haití, Pedro Castillo en Perú, a quien ni siquiera se le permitió gobernar un tiempo. Claramente: el sistema no perdona.

Lo sucedido en Argentina abre preguntas: gobiernos tibiamente socialdemócratas como los peronistas que se sucedieron en años recientes -comenzando con Néstor Kirchner al inicio de est ola progresista, continuado con Cristina Fernández, luego con Jorge Fernández- no transforman nada de base, más allá de planes con un talante social, claramente clientelares, con burocracias acomodaticias que no pasan de la pirotecnia “revolucionaria” solo verbal. Esas izquierdas débiles, siempre acosadas por las derechas más recalcitrantes, dan pie a un discurso de crítica feroz contra el “populismo”, que sirve para evidenciar las “falencias del socialismo”, permitiendo así (¿generando?) la reacción con propuestas de ultraderecha, como es el caso de Javier Milei, o en su momento Mauricio Macri. O como puede haber sido el caso de Bolsonaro luego del primer gobierno del Partido de los Trabajadores en Brasil, con Lula y Dilma Rousseff. En ese sentido, vale recordar las palabras introductorias del presente opúsculo, citando a Rosa Luxemburgo.

El Movimiento Zapatista, una opción de izquierda centralizada en el sureño estado mexicano de Chiapas, no pudo constituirse en un modelo de autogestión popular replicable en todo el país o en otros contextos fuera de México, y si bien en sus territorios se mueve con una lógica anticapitalista con una genuina democracia de base, está condicionado por el contexto nacional e internacional, no pasando de ser una interesante experiencia, pero sin posibilidad real de profundizarse y construir una alternativa socialista autónoma (como Cuba, por ejemplo). Es, de todos modos, un interesante modelo de autogobierno donde las izquierdas pueden aprender mucho. Hay allí un fermento revolucionario muy importante, digno de ser estudiado y replicado.

Las principales protestas antisistémicas de estos últimos años provienen de movimientos sociales en sentido amplio: campesinos, movimientos de pueblos originarios, desocupados urbanos, movimiento feminista, estudiantes, amas de casa, jóvenes sin futuro. En muchos de ellos no hay una clara agenda socialista, con proyecto sistemático de construcción de un modelo superador del capital privado. De todos modos, las movilidad político-social que van teniendo estas iniciativas abre nuevas esperanzas.

En los comités populares de base, en esas experiencias de democracia real, participativa, de espontáneo carácter solidario y comunitario, puede encontrarse el verdadero camino para la transformación social. Las protestas (puebladas) que se dieron en distintos países latinoamericanos unos años atrás, antes de la pandemia de Covid-19, constituyen una fuente para estudiar y sacar conclusiones: ¿por qué esas rebeliones populares no pudieron transformarse en verdaderos procesos revolucionarios? Sin dudas porque faltó una dirección unificada de esas luchas que sirviera como vanguardia con un proyecto clasista claro. Evitar eso fue lo que buscó la derecha con esas monstruosas y sangrientas represiones de años atrás, con esa “pedagogía del terror” que sirvió para neutralizar las luchas.

Las fuerzas políticas de izquierda que podríamos llamar “formales” o “sistemáticas” (fuerzas políticas, bloques legislativos, partidos comunistas herederos de la dinámica de la Guerra Fría con un referente en la Unión Soviética, ahora sin ese referente) no están de momento a la altura de esas protestas espontáneas. Si bien pueden tener cercanía con las masas en protesta, aún no se constituyen en vanguardias que puedan liderar ese descontento enfocando la lucha anticapitalista. Podrán serlo en un mediano plazo, pero todo indica que no lo son de momento. Tema importante a trabajar, por tanto.

Ese desfasaje habla de la historia reciente (Guerra Fría, contienda ideológica donde el ganador claramente fue el campo capitalista), de las terribles represiones a que se vieron sometidos los pueblos en lucha (las montañas de cadáveres y los ríos de sangre no se olvidan: la “pedagogía del terror” sigue presente, potenciada por los grupos neoevangélicos y el auge de las drogas ilegales), de la desideologización promovida (desideologización de contenidos de izquierda), del continuo bombardeo ideológico-cultural al que se somete a las poblaciones. Todo lo cual hace que cunda un sentimiento de miedo/desconfianza ante los planteos de izquierda en las mayorías populares, manipuladas hasta el hartazgo con mensajes conservadores, de derecha, en muchos casos religiosos, adormecedores y demonizadores de cualquier iniciativa de cambio profundo. Si no, no podrían imponerse candidatos de ultra derecha como, por ejemplo, Javier Milei.

Las izquierdas (digámoslo en primera persona plural, porque si no, pareciera que altaneramente quien lo pone en tercera persona queda al margen de la autocrítica) NO ENCONTRAMOS de momento los caminos para seguir adelante la lucha. Lo cual no significa que la lucha haya terminado. Estamos, en todo caso, en un período de resistencia y reformulación. Las causas que motivaron que haya una opción de izquierda (es decir: un planteamiento anticapitalista) no desaparecieron. En ese sentido, no es posible que desaparezca la izquierda, aunque hoy día esté (estemos) algo desorientada(os), cooptada por el discurso “políticamente correcto” de la llamada cooperación internacional y enredada en ese raro -y peligroso- engendro que son las ONG’s.

¿Qué resta por hacer entonces?

No quedarse en la queja lastimera añorando lo que no pudo ser, la revolución que parecía tan cercana años atrás, pero que no avanzó como esperábamos. En todo caso, estudiar muy concienzudamente la situación, aprender de los errores y, básicamente, ¡no perder las esperanzas, seguir aportando granitos de arena en la construcción de algo nuevo! Que construir el socialismo sea difícil no significa que sea imposible. Valen, para cerrar, palabras de las pintadas callejeras del Mayo Francés de 1968: “Seamos realistas: pidamos lo imposible.

Fuente: recibido por CT el 3 de noviembre de 2024.


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1 Comment

  1. Una vez mas, sin desmerecer el alto nivel critico del articulo, pensamos, o sea digamos, que por el hecho de que en el pasado no se llega a la revolucion,que lo que tenemos que hacer es no quejarnos lastimosamente, pensando en un pasado que nosotros hemos traicionado asquerosamente, sin importarnos la cantidad enorme de jovenes asesinados que quedaron en el camino, total, como dicen los yanquis,( casualties) – los que quedaron en el camino (en esa lucha por la utopica revolucion) es un resultado necesario de lo que implica mantener el status quo de la burguesia con sus desquiciados embates en contra de la justeza de las demandas. Fuimos nosotros y nadie mas que nosotros (los de «izquierda») que pretendimos cambiar el mundo sin antes cambiarnos nosotros mismos. Pretender cambiar el mundo manteniendo la mentalidad burguesa y el accionar individualista propio del capitalismo fascista, existente en toda nuestra america morena por decenas de anios nos condujo a la encrucijada a que estamos expuestos hoy en dia. Sin la construccion de una fuerza politico-militar (con estrategia directa hacia el socialismo) y con militantes entregados totalmente a la causa mostrando y educando a su semejantes el camino de la liberacion, no creo, en mi parecer, que encontremos los elementos necesarios para los cambios radicales que se necesitan. Lo dijo el Che, sin la gente nueva no lograremos avanzar.

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