
La escuela (sistema educativo), ¿puede ser emancipadora para el/la/le sujetx social?
por Claudia Fuentes/EPP.
Durante años fui una de tantxs que creyeron, casi con fe ciega, en el poder de la escuela para cambiar vidas. Como muchxs hijxs de trabajadores, me enseñaron desde pequeña que estudiar era la única forma de “salir adelante”. Que si me esforzaba lo suficiente, si cumplía con todas las tareas, si respetaba las reglas, algún día estaría “del otro lado”. No sabía bien qué era ese “otro lado”, pero todos lo imaginábamos como una especie de tierra prometida donde los sacrificios de nuestra infancia se transformarían en estabilidad, reconocimiento y bienestar.
Hoy, después de haber recorrido parte de ese camino, miro hacia atrás y me doy cuenta de que no estábamos equivocadxs por ingenuxs, sino porque el sistema está diseñado precisamente para que creamos en esa promesa. Para que apostemos todo a un juego que ya está arreglado desde el principio.
Tomás A. Vasconi, en su imprescindible texto Contra la Escuela, lo dice con crudeza: la escuela no es un espacio neutro ni igualador; es un aparato ideológico al servicio de la burguesía. Una afirmación así, en una época donde la educación es tratada como un derecho casi sagrado, puede sonar provocadora. Pero vale la pena detenernos y mirar más de cerca.
La imagen que tenemos de la escuela —como lugar de promoción social, de meritocracia, de ascenso por esfuerzo— responde, según Vasconi, a una visión profundamente pequeñoburguesa. No porque quienes creen en ella sean necesariamente parte de esa clase, sino porque es una visión que ha sido eficientemente naturalizada en todos los sectores sociales. Se nos dice que si las cosas no funcionan como deberían, no es por el modelo mismo, sino por “obstáculos” externos: pobreza, falta de infraestructura, malos docentes, familias poco involucradas. Todo podría arreglarse —nos dicen— si se “perfecciona” el sistema educativo.
Pero ¿y si el problema no es el mal funcionamiento de la escuela, sino su funcionamiento estructural? ¿Y si la escuela, incluso cuando “funciona bien”, no hace más que reproducir las desigualdades que dice combatir?
Lo que Vasconi propone es un cambio radical de perspectiva: dejar de pensar la educación como un simple instrumento técnico o político, y empezar a verla como un espacio de lucha ideológica profunda, donde se juega la reproducción o la transformación del sistema capitalista.
Pensemos por un momento en la experiencia cotidiana de millones de niñxs y jóvenes en América Latina. Aulas hacinadas, docentes sobreexigidos, materiales escasos, programas desvinculados de la realidad. Pero incluso en los espacios donde todo parece más “moderno”, más “inclusivo”, la lógica de fondo no cambia: se educa para adaptarse, no para cuestionar; para competir, no para colaborar; para obedecer, no para pensar críticamente.
La escuela premia ciertos saberes —los “útiles” para el mercado— y castiga otros. Castiga el lenguaje popular, las formas de organización comunitaria, los saberes ancestrales, las preguntas incómodas. Y lo hace no solo con calificaciones o con reglamentos, sino con esa violencia más sutil y persistente que es la del desprecio simbólico. “Eso no es conocimiento”. “Así no se habla”. “Eso no sirve para nada”.
¿Y qué pasa con quienes no logran adaptarse a esa lógica? Se quedan en el camino. La famosa “pirámide educativa” —que todos conocemos aunque no sepamos llamarla así— muestra cómo de cada cohorte escolar, una gran mayoría empieza, pero solo unos pocos terminan. Y quienes sí llegan, rara vez son los más talentosos o curiosos, sino quienes mejor aprendieron a reproducir lo que se les pedía.
En ese punto, la escuela deja de formar explotadxs y empieza a formar explotadorxs. Cambia su función: ya no solo transmite conocimientos, sino que legitima el poder de quienes serán lxs futuros dirigentxs, empresarixs, funcionarixs. Y así, la promesa meritocrática se revela como lo que realmente es: un mito útil para sostener el orden vigente.
En América Latina, esta lógica se complica aún más. Como muestra Vasconi, nuestros sistemas educativos no surgieron tanto por necesidad productiva como por necesidad de dominación. Se construyeron para “civilizar” a las masas, para consolidar Estados nación al estilo europeo, para imponer una identidad “moderna” que nunca fue propia. Por eso, nuestras escuelas han sido tradicionalmente más instrumento de control ideológico que de formación para la vida. Incluso cuando se abrieron a las clases populares, lo hicieron bajo la premisa de integrarlas a un orden ya establecido, no de transformarlo.
Y no es que la burguesía latinoamericana no quiera educar a las masas. La quiere educar, sí, pero no demasiado. Porque un pueblo demasiado educado empieza a hacer preguntas, a organizarse, a reclamar. Por eso, la escolarización masiva ha ido de la mano con una cuidadosa dosificación del conocimiento, especialmente del conocimiento crítico. Como decía Aníbal Ponce, la burguesía “dosificó con parsimonia la enseñanza primaria” para no comprometer con el pretexto de “las luces” la explotación que sostenía su dominio.
¿Qué hacemos entonces? ¿Abandonamos la escuela? ¿Nos resignamos a que nada puede cambiar?
Vasconi no propone una vuelta al oscurantismo ni una glorificación de la ignorancia. Propone algo mucho más complejo: romper con la idea de que basta con reformar la escuela para que esta cumpla una función liberadora. Propone pensar en nuevas formas de educación, construidas desde abajo, vinculadas a los procesos sociales reales, no subordinadas a las necesidades del capital ni del Estado burgués.
Una verdadera educación emancipadora no puede limitarse a repartir “oportunidades” en un sistema desigual. Tiene que cuestionar ese sistema. Tiene que formar sujetos críticos, capaces de entender su lugar en el mundo y transformarlo junto con otros. Y eso no se consigue sólo cambiando los programas o las metodologías, sino disputando el sentido mismo de educar.
Como estudiante, como hija de trabajadores, como futura socióloga, me resisto a creer que no hay alternativa. Pero también me niego a seguir reproduciendo ilusiones que nos mantienen atrapadxs. No hay justicia posible en una escuela que sigue al servicio del capital. No hay liberación sin ruptura.
Y quizás, la tarea más urgente que tenemos no sea entrar a la escuela para cambiarla, sino salir de su lógica para reinventar lo que significa aprender y enseñar en una sociedad realmente humana.
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