por Marcelo Colussi/Guatemala.
II. Violencia y cultura
La ley es una creación del orden humano, no está en la naturaleza. Es una convención, un acuerdo. La ley, la norma, la regla, es algo que debemos aprender, y por tanto, reforzar y mantener cotidianamente. Un niño llega al mundo y debe ingresar a un universo cultural que lo espera. Ahí aprenderá a hablar –no eligiendo la lengua materna que le tocará–, aprenderá normas de las más diversas, deberá aprender a esperar, a tolerar, se irá dando cuenta que las cosas no son sólo como él quiere sino que tiene que adecuarse a un sinnúmero de circunstancias que lo condicionan y determinan. Aprenderá que hay otros que, de algún modo, le disputan un lugar en el mundo. Todo ese proceso complejo, duro, no garantizado biológicamente en cuanto a su resultado final, es la crianza de un niño. En todo tiempo histórico y en cualquier cultura, ese proceso debe cumplirse inevitablemente para lograr que alguien devenga un sujeto adaptado, funcional a su entorno.
La ley es un principio ordenador, es lo que posibilita que no nos eliminemos unos con otros. La ley, la norma, es lo que dice qué se puede y qué no se puede. Para que exista sociedad humana es necesario un orden, y eso es lo que viene a dar la ley. Secundariamente podrá decirse que un determinado orden social no es justo, que beneficia a unos pocos en detrimento de la mayoría, por lo que se buscarán medios para transformarlo y edificar otro menos violento estructuralmente. Pero siempre habrá un orden social. No hay individuo sin orden social, y no hay igualmente ser humano ni sociedad sin ley.
Si el ser humano es, por definición, un producto de su medio, de su cultura, esto es: un ser simbólico, la importancia de la ley radica justamente en esto: su eficacia simbólica. Las convenciones establecen que no se pueden hacer determinadas cosas: matar, atravesar con el semáforo en rojo o mantener contacto sexual entre padres e hijos, o entre heermanos. Las reglas lo establecen. De hecho vemos que, sin embargo, todo esto que está prohibido puede tener lugar. Pero justamente la trasgresión de las normas es lo que las reafirma como efectivas. Y aunque de hecho se cometan homicidios, alguien cruce con luz roja un semáforo o se consume el incesto en algún momento, la gran mayoría de la gente no lo hace. La ley se cumple. Todos la respetamos porque de ello depende nuestra sobrevivencia. Además, adicionalmente, si no lo hacemos sabemos que hay castigo –desde la pena de muerte hasta la silenciosa culpa personal por la transgresión cometida–.
El lugar donde primeramente los seres humanos entramos al mundo de las normas es la familia. Esa célula social es el microcosmos donde la cría humana va deviniendo sujeto integrado a las convenciones preestablecidas. Dentro de ese mecanismo regulador hay quien encarna el papel de prohibidor, y también de posibilitador; por su intermedio se reglan los intercambios en su interior. Prohíbe al niño la madre como objeto, posibilitando con ello su integración a la vida social, y se ofrece como modelo del orden legal establecido con el que habrá que identificarse.
En la cultura occidental quien cumple esa doble tarea es la figura paterna y no sólo el padre concreto de carne y hueso, porque quien tiene la eficacia constitutiva es la función simbólica, y ello no siempre está representado por el progenitor biológico. En otros contextos culturales, según nos lo hacen saber los estudios de antropología comparada, ese gozne constitutivo puede ser ocupado por diversos personajes, pudiendo ser inclusive la comunidad en su conjunto quien cumple la función. Lo importante es que el proceso nunca falta, no puede faltar (si no, no habría ser humano).
Hasta donde la antropología comparada y la ciencia de la historia pueden enseñarnos, en todo momento y lugar de la humanidad asistimos a este proceso: cada ser humano individual es producto de su mundo cultural, al que reproducirá en cada acto de su vida, y que traspasará (no a través de los genes sino del lenguaje, de hechos simbólicos) a las nuevas generaciones que engendre.
El rompimiento de ese orden legal establecido es la violencia. Toda cultura humana tiene como objetivo último su propio mantenimiento, su conservación. Pero en ese proceso de autoperpetuación no está excluida la violencia. Por el contrario, es una constante repetida en toda cultura de que se tenga noticia que la violencia hace parte de su más cotidiana dinámica normal, tanto en las relaciones internas como en las que se establecen con otros distintos, extraños a ella.
Si hay algo que se repite en todo pueblo, en toda civilización, es la violencia. Y ello en un doble sentido. De alguna manera puede decirse que el sujeto individual, heredero y representante de su mundo cultural, está sometido y es producto de una violencia intrínseca que lo sobredetermina, lo constituye como uno más de la serie a la que pertenece.
Allí hay en juego un proceso que, aunque no es asimilable a la violencia física ejemplificada en el golpe o machetazo a que se hizo alusión en un principio, presupone un acto de sometimiento: nadie pide nacer, el ser nos es dado. Nadie decide su lenguaje, su cultura, su determinación social. Todo esto adviene desde otro.
Ningún bebé demanda ser circuncidado, o bautizado, o sometido a ninguno de los ritos que nos fijan en una cultura. Ningún niño pide asistir a la escuela, y las imposiciones paternas son ante todo eso: imposiciones. He ahí una primera vertiente de la violencia originaria: yo me constituyo contra otro. La agresividad está en la base de nuestra existencia, no como elemento «malévolo» del que tendremos que deshacernos, sino como ingrediente fundamental.
Desde otro punto de vista, y dando por supuesta esa violencia constitutiva, todo grupo, toda cultura funciona resguardándose a sí misma y tomando distancia del otro diferente. «Amar al prójimo como a sí mismo» es una elaboración racional que presupone que ese otro también puede ser agredido, justamente por distinto, por diferente –al igual que me puede suceder a mí–, por lo cual debemos protegernos con una máxima moral.
El ataque al otro diferente es algo siempre posible en la dinámica humana. Piénsese en los fenómenos masivos que pueden dispararse en cualquier momento: quizá, dadas ciertas circunstancias, –y esto, de hecho, ocurre muchas veces– un partido de fútbol puede degenerar en una batalla campal entre las porras contrarias simplemente porque «los otros» provocaron, por citar algún ejemplo.
Digámoslo de otra manera: aunque no se sea racista, no es lo más común, en principio, que se formen parejas entre hombres y mujeres (o el género que sea) de distinta etnia o religión, o que los amigos de mis hijos pertenezcan a otro grupo socioeconómico. La elección de objeto amoroso es, en el fondo, narcisista. Se escoge lo semejante, lo que evoca al propio yo. Lo extraño, en ese marco es, primariamente, hostil. Amo al otro porque amo en él lo que es igual a mí.
La aceptación de lo disímil necesita de un trabajo racional, no es lo más primariamente espontáneo. Los derechos humanos son producto de una elaboración intelectual, no nos advienen espontáneamente. Todo código ético, del que ninguna organización social puede carecer, es un intento de no fagocitar al extraño, sentando con ello las bases para que otro tanto no me suceda a mí. En este sentido, entonces, la discriminación (de cualquier índole: étnica, cultural, sexual, etc.) puede comprenderse como algo muy fácil, muy a la mano en la estructura humana, y de lo que continuamente hay que estar alerta. Sin fuese tan natural y espontáneo el amor por los otros, no habría necesidad de una máxima que nos lo recordara.
La posibilidad de eliminar al «otro» diferente está siempre presente. No es sino ése el mecanismo íntimo de la guerra: el otro distinto de mí deja de ser respetado como ser humano abriéndose la perspectiva, concretada muchas veces, de suprimirlo –con lo que se presupone que yo, claro está, tengo la razón y el derecho de neutralizar al «equivocado» (matándolo, acallándolo, segregándolo)–. En ese sentido no hay ninguna cultura tan «buena»; todas, según la historia nos lo demuestra, apelan a la discriminación, en una u otra manera.
De ahí, entonces, la pregunta casi obligada: ¿estamos condenados a la violencia?
III. La violencia política
¡A las armas ciudadanos! /¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! /¡Que una sangre impura /empape nuestros surcos!
Este himno de guerra –que no otra cosa es la Marsellesa– inaugura el mundo moderno en términos políticos, inaugura la era de los Droits de l’Homme, de la fraternidad. Pero pidiendo sangre … Y podemos estar todos de acuerdo en que nadie osaría calificar a la Marsellesa, cuyo coro es el citado más arriba, como una invitación al «primitivismo violento» sino, por el contrario, broche de oro de una refinada elaboración intelectual. Pero por más «civilizada» que se pretenda, la violencia está marcando su totalidad. De hecho, el mundo moderno, el mundo capitalista, se comenzó a edificar sobre la cabeza decapitada de los monarcas absolutistas. ¡Mucha sangre!, sin dudas.
Las relaciones interhumanas son, en mayor o menor medida, relaciones de poder. Por otro lado el ejercicio del poder, siempre está indisolublemente ligado al recurso a la violencia. Al sintetizar la dialéctica del amo y del esclavo, analizada por Hegel en el capítulo IV de su Fenomenología del Espíritu, dice Marcuse (1994: 225 ) que
el individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su ‘ser-para-otro’. No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una ‘lucha a vida o muerte’ entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el ‘amo’ y el otro es el ‘esclavo’. El dar esta batalla es la única manera como el ser humano puede acceder a la autoconciencia, es decir, el conocimiento de sus potencialidades y a la libertad de su realización.
Esta dialéctica se inscribe en los términos de una lucha incesante, que toma cuerpo en la aplicación concreta de una metodología violenta. Ninguna relación de dominación se establece sin la utilización de una fuerza, disuasiva a veces, operativa otras, pero que tiene que estar presente para afianzar que el poder es tal. Decía Freud cuando la creación de la Liga de las Naciones, antecesora de la actual Organización de las Naciones Unidas, que ese tipo de instancias estaban condenados al fracaso en tanto factor de arbitrio mundial, pues carecían de una fuerza que legitimara su poder.
Poder va de la mano de violencia. Hoy, igual que nuestros ancestros, gana aquel que tiene «el garrote más grande». La famosa frase «la guerra es la continuación de la política con otros medios«, del prusiano von Clausewitz, puede ser leída a la inversa: la política es la afirmación de un poderío basado, entre otras cosas, en una fuerza que puede llegar a ser usada, y que legitima la «dialéctica del amo y del esclavo». La política, en otros términos, es el arte de ejercer una dominación antes de utilizar la violencia física, pero recordando siempre que la misma es posible.
Las relaciones políticas entre los seres humanos o, más precisamente: entre diversos grupos humanos, entres clases sociales, entre las naciones, son relaciones que se enmarcan en la dialéctica de «lucha a vida o muerte entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el ‘amo’ y el otro es el ‘esclavo’», según la idea de Marcuse, ya citada.
La dominación tiende a perpetuarse, y ello se consigue, entre otras cosas, por medio de la coacción física. Por el otro lado, el dominado tiende a quitarse de encima la opresión, y el instrumento de que dispone para ello es igualmente la acción virulenta. Por tanto, se instaura un ciclo en el que continuidad y renovación van de la mano de la violencia.
Toda formación política –que no es sino otra forma de decir toda organización cultural– que nos hemos dado hasta ahora los seres humanos a través de la historia, es la manera como la dialéctica del amo y del esclavo se ha corporizado, y siempre con el resguardo de la fuerza, del garrote. Hasta la actualidad ningún régimen político conocido (el esclavismo de los faraones egipcios, el jefe con su consejo de ancianos en una tribu africana, la confederación inca o las democracias representativas surgidas de la revolución francesa, por poner sólo algunos ejemplos) ha podido prescindir de los cuerpos de seguridad que lo resguardan, tanto interna como externamente. Inclusive la experiencia del socialismo real habida en el pasado siglo no deja de transitar la misma senda.
Quizá hoy día podemos decir que el modelo democrático parlamentario occidental –ya globalizado, universalizado– ofrece, a veces, el beneficio de permitir disentir respecto al poder político central, y no por ello ser sometido forzosamente, ser silenciado. Pero agregando: siempre que no se cuestione hondamente el poder económico, verdadero poder por detrás del trono. Esa, en definitiva, es la ilusión del mundo moderno basado en los principios de la «democracia»: se puede hablar todo lo que uno quiera, a condición de no tocar la roca viva del poder.
La organización de las relaciones de poder entre los seres humanos legitima las diferencias, legitimando al mismo tiempo el uso de la violencia para su perpetuación. Para ningún pueblo conquistador invadir, hacer esclavos, saquear al derrotado o violar a las mujeres de los vencidos fueron injusticias. Ni lo son tampoco para el rey tener un pueblo famélico, que trabaja para mantener la opulencia de su corona, o para el empresario capitalista pagar salarios miserables, o para el jerarca del partido comunista en las pasadas experiencias de socialismo real mantener privilegios irritantes.
Todo ello, en definitiva, es el resultado de las relaciones políticas vigentes, de la forma en que se distribuye y ejerce el poder en el seno de la comunidad. En tal sentido, entonces, la política es la instancia por medio de la que queda organizada la violencia dentro de la sociedad.
Cuanto más compleja la sociedad, más política; por tanto, más elaborada. Y lo mismo puede decirse hoy a escala planetaria. El grado de complejidad de las relaciones internacionales es abrumadoramente complicado, pero en definitiva se sigue repitiendo el mismo principio: quien detenta el garrote más fuerte impone las condiciones. ¿Quiénes manejan hoy el Consejo de Segurirdad de Naciones Unidas? Los cinco países que detentan el mayor poder militar… ¡El garrote más grande! Curioso esto: esos países, que definen los destinos de la humanidad y «aseguran» la paz global, son al mismo tiempo los cienco principales fabricantes de armas y quienes detentan los arsenales nucleares más grandes.
Fin Parte II de III. Parte I, pinche aquí.
Recibido por CT: 22-05-2022. (Por su extensión El artíslulo se publicara en 3 partes).
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