Pandemia de coronavirus: ¿y después?

Capitulo del libro “El Antropoceno en Crisis y otras tantas Pandemias y Misceláneas” (*)

por Marcelo Colussi.

Si lo que se gasta en medios de destrucción se hubiera empleado en salud, todo sería distinto”. Silvio Rodríguez

I

La pandemia de COVID-19 que se desplegó por todo el mundo a partir de inicios del 2020 ha abierto innumerables interrogantes. Los impone desde distintos ángulos: biomédicos, epidemiológicos, ecológicos, económicos. Este texto pretende situarse en una lectura sociopolítica del asunto, preguntándose básicamente por lo que seguirá a la pandemia en términos civilizatorios.

La misma no ha terminado; más aún: expertos en el tema hablan de la perspectiva de otras nuevas. El director de la Organización Mundial de la Salud -OMS-, Tedros Adhanom Ghebreyesus, expresó a fines del 2020 la posibilidad, por no decir la seguridad, de la ocurrencia de nuevas pandemias en un futuro inmediato: 

“La historia nos muestra que no será la última pandemia. (…) La pandemia reveló los estrechos vínculos entre la salud de las personas, los animales y el planeta (…) Todos los esfuerzos para mejorar los sistemas sanitarios resultarán insuficientes si no van acompañados de una crítica de la relación entre los seres humanos y los animales, así como de la amenaza existencial que representa el cambio climático, que está convirtiendo la Tierra en un lugar más difícil para vivir.

La crisis sanitaria que se vive hoy, así como el decrecimiento de la economía a nivel mundial (retracción de alrededor de un 5% del producto bruto global) son una realidad palpable. Los cuatro millones de muertos por la enfermedad al momento de escribir este texto, al igual que el quiebre de numerosas empresas y la pauperización de grandes masas, ahí están, sin miras de solución en lo inmediato. Las distintas secuelas que está dejando el COVID-19 van modificando el mundo. Las vacunas que comenzaron a suministrarse -con todas las críticas aparejadas- no son, al menos de momento, la gran panacea. Todo indica que la realidad sanitaria global se está modificando a futuro. Hacia mediados del 2021, y pese a la vacunación masiva, la situación no mejora sustancialmente, surgiendo cepas nuevas que, si bien no son especialmente más mortales, sí tienen mayores capacidades de transmisibilidad. Sin ser agorero, todo indica que lo vendrá en el futuro inmediato no va para mejor, al menos para el gran campo popular, para las grandes mayorías de la humanidad. Si alguien se beneficia de la situación presente son, como siempre, pequeños grupos de poder.

En un primer momento, en diciembre del 2019 y a comienzos del 2020, era incierto el origen del virus, cuando aparecieron los primeros casos en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, en China central. Las especulaciones fueron infinitas. Hoy, esa duda salió de la agenda mediática. Las teorías que veían en la aparición del nuevo agente patógeno un arma bacteriológica de alguna de las dos grandes potencias que en la actualidad se disputan la hegemonía global (Estados Unidos y la República Popular China), quedaron atrás. Todo indica -o al menos, así quedaron explicadas las cosas- que se trató de la mutación natural de un virus, que pasó de una especie animal al ser humano, desarrollando luego un alto potencial patogénico, y que posteriormente, dada la creciente globalización e interconexión en que vivimos, se esparció por todo el orbe. Por supuesto, como ha pasado con todo lo dicho -que continúa y, seguramente, se continuará diciendo- sobre este inusual fenómeno del coronavirus, se tejieron las más intrincadas teorías sobre esta confusa situación. Lo cierto es que, repitiendo y enfatizando lo expresado más arriba, van quedando muchas dudas, más preguntas que respuestas.

Un riguroso estudio llevado a cabo por la OMS durante el 2021 estableció de forma prácticamente categórica que no se trató de un virus salido de laboratorio. La sospecha, en principio, recaía sobre el Instituto de Virología de Wuhan, administrado por la Academia China de las Ciencias. Quedó demostrado que no fue ahí donde se originó. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos, con la nueva administración de Joe Biden, relativizó ese resultado del organismo de Naciones Unidas, pidiendo a los servicios de inteligencia de su país que profundizaran las investigaciones. En medio de la guerra comercial y política desatada hoy entre las dos grandes potencias, Washington intenta desacreditar el avance del país asiático, atribuyendo a una negligencia en el laboratorio de Wuhan la aparición del virus. La guerra, definitivamente, se está dando en todos los frentes imaginables.

Hoy ya no se habla del origen del virus. En su momento, a inicios del año 2020, se despertaron las más paranoicas elucubraciones en torno a su aparición. En realidad, como pasa con fenómenos tan complejos como éste, la gran mayoría planetaria queda absorta ante estos acontecimientos tan impactantes y, no habiendo muchas más alternativas, se termina por repetir los discursos oficiales. Sin el más remoto ánimo de estimular especulaciones conspiracionistas, no puede dejarse de mencionar que, como mínimo, el conocimiento sobre este elemento que está cambiando la historia, no ha terminado, por lo que se necesita aún un acercamiento crítico al hecho. En ese sentido es digno de mencionarse el Informe del año 2008 del Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos -National Intelligence Council, NIC- titulado “Global Trends 2025: A Transformed World”.

Probablemente ocurriría en una zona con una alta densidad de población y una cercanía estrecha entre humanos y animales, como pueden ser muchas zonas de China y del sudeste asiático, donde las poblaciones viven en contacto directo con el ganado. Esto podría aumentar la posibilidad de una mutación en una cepa con potencial pandémico”.

Es importante resaltar esto, pues más de una década antes de la aparición del SARS-CoV-2 los servicios de inteligencia estadounidenses describían un escenario significativamente parecido al que se está viviendo ahora. Se destacaba allí la posible aparición de una enfermedad respiratoria nueva, muy contagiosa, que podría desatar una pandemia. Esto no significa mecánicamente que haya “mano oscura” tras la actual crisis sanitaria, pero sí que la población mundial está, como siempre, desinformada. El mito de la democracia y el poder soberano del pueblo, una vez más queda demostrado que no pasa de patrañas. ¿Qué sabemos efectivamente de la pandemia? ¿Sabe la gran mayoría planetaria qué sigue luego?

Lo cierto es que, paranoia aparte, hay voces que vienen advirtiendo de la posibilidad de pandemias cada vez más peligrosas, dada la relación que la especie humana ha ido tomando con el medio ambiente. Al considerar al mismo como una “infinita cantera a explotar”, el modo de producción capitalista instalado hace ya algunos siglos ve en la Naturaleza solo un recurso económico, obviando que el ser humano es parte de ese sistema ecológico, y se está en un perpetuo equilibrio inestable. El consumismo desaforado que se ha impuesto, la catástrofe medioambiental que eso conlleva -eufemísticamente llamada “calentamiento global”-, la obsolescencia programada que hace que cada vez se desperdicien más y más materiales, la producción industrializada de absolutamente todo, trajo como consecuencia un cortocircuito entre el ser humano y su casa común, el planeta Tierra. Ya hace tiempo que se sabe que la pérdida de biodiversidad producida por esta catástrofe ecológica que vivimos permite una rápida propagación de nuevas enfermedades de los animales a los humanos. A partir de los brotes de otros coronavirus aparecidos recientemente, el SARS en 2002 y el MERS en 2012, la comunidad científica viene advirtiendo sobre la posibilidad de una pandemia mucho más extendida y, por tanto, más letal. Se está ahora, por tanto, ante la crónica de un desastre anunciado.

En el año 2016 la Organización Mundial de la Salud había clasificado los coronavirus como una de las ocho principales amenazas virales que debían ser investigadas dándoseles un adecuado seguimiento. Como a los grandes oligopolios capitalistas que manejan la salud mundial no les interesaba el tema en ese momento, pues no reportaba beneficios inmediatos, la cuestión salió de circulación. Por tanto, puede decirse que la pandemia de este coronavirus era previsible, pero la voracidad capitalista impidió que hubiera preparativos adecuados para afrontarla. Cuando llegó, a inicios del 2020, la salida fue buscar la vacuna universal, lo cual, evidentemente, se vio como una inconmensurable fuente de ganancias para esas empresas, aún a riesgo de experimentar apresuradamente con seres humanos en una escala global como nunca antes se había hecho.

Sin embargo, más que gastos en vacunas -velozmente puestas a circular sin las necesarias medidas previas- y cuantiosas inversiones en pruebas diagnósticas y medicamentos, se deberían priorizar medidas preventivas para evitar nuevas pandemias. Esas son algunas de las conclusiones del informe generado por el Grupo de Trabajo Científico para la Prevención de Pandemias, equipo creado por el Instituto de Salud Global de Harvard y el Centro para el Clima, la Salud y el Medio Ambiente Global de la Escuela de Salud Pública T.H. Chan de Harvard:

El cambio en el uso del suelo, la destrucción de los bosques tropicales, la expansión de las tierras agrícolas, la intensificación de la ganadería, la caza, el comercio de animales silvestres, y la urbanización rápida y no planificada son algunos de los factores que influyen en la propagación de virus con potencial pandémico”.

En otros términos: si son posibles nuevas pandemias, con modificaciones en la estructura productiva y en el modo de consumo las mismas podrían evitarse. Evidentemente, las respuestas más efectivas no son técnicas sino políticas.

La pandemia existe, los muertos ahí están y ya se cuentan por varios millones a nivel mundial en el momento de escribirse estas líneas, pero algunas cosas no terminas de estar claras. O, al menos, para los mortales de a pie que manejamos solo retazos de información, sigue habiendo bastante interrogantes, de momento no muy transparentemente abordados. En los primeros meses de la pandemia, cuando comenzaban los confinamientos y las distintas medidas restrictivas, se desató una alarma monumental a escala planetaria, una psicosis colectiva que ha orillado a buena parte de la población mundial a un estado verdaderamente de pánico irracional, de terror.

Primero fueron las compras enloquecidas (el papel higiénico, por ejemplo), luego las mascarillas, que en algunos casos hasta decuplicaron sus precios (y en algunas circunstancias, se vendieron recicladas). Tampoco faltaron agresiones contra portadores del virus en distintas partes del mundo, o contra sospechosos de serlo. Incluso se llegó a la aberración de atacar a personal de salud (médicos/enfermeros) o, en Latinoamérica, a personas retornadas de los Estados Unidos, por ser posibles agentes transmisores. A partir de la declaración del por entonces presidente de ese país, Donald Trump, de “virus chino”, no faltaron tampoco agresiones y discriminaciones contra población con rasgos asiáticos en cualquier parte del orbe. Posteriormente, hacia fines del año 2020, tuvimos la interminable sucesión de “versiones” sobre las vacunas. En nuestro sector del mundo (capitalismo occidental y cristiano, como suele decírsele) las informaciones sobre las vacunas no dejan de ser sugestivas: de la Sputnik V fabricada por el Instituto Gamaleya de Rusia, de las chinas, elaboradas por las empresas Sinovac y Sinopharm, o de las cubanas, lo cual podría ser un orgullo la Latinoamérica -único país del Sur global que pudo producir una vacuna propia-, casi no se habla, mientras de las otras -de los grandes oligopolios capitalistas que manejan buena parte de la salud mundial- llegan informaciones en catarata, no siempre muy claras.

En otros términos: en casi todo el año 2020 se vivió un clima enrarecido, inusual, enfermizo. La prácticamente totalidad de la humanidad se enfrentó a una prisión forzada, en algunos casos con toques de queda y ejércitos patrullando las calles, y un muy alto porcentaje de la población planetaria comenzó a estar virtualmente encerrada, encarcelada, ya sin saber qué hacer durante ese confinamiento. Haciendo evidente lo que ya es más que sabido, pero en general silenciado (el 80% de las violaciones sexuales suceden en los hogares y las perpetran varones conocidos por las víctimas), la violencia contra las mujeres se disparó en forma exponencial durante la cuarentena. Las consecuencias de este clima enrarecido, inusual, son evidentes: arreciaron las situaciones de crisis de ansiedad y de violencia intrafamiliar.

En medio de ese cúmulo infinito de interrogantes y decires varios surge de todo un poco: desde intentos serios y profundos de escudriñar la situación a repeticiones mecánicas de lo dicho desde el discurso oficial dominante, desde visiones apocalípticas a lecturas en clave de conspiración, desde memes y chistes para descomprimir la angustia a lúgubres percepciones agoreras, desde “leones hambrientos” puestos a circular por las ciudades rusas por el presidente Vladimir Putin para impedir que la población se movilizara a “explicaciones” religiosas donde la pandemia es un castigo divino por la suma de pecados cometidos. En algunos lugares, por ejemplo, eso disparó violentas conductas homofóbicas contra población de la diversidad sexual, en el entendido que esa “degeneración” pecaminosa se pagaba con esta nueva “plaga” enviada por el Sumo Hacedor. En verdad, nadie tiene “la” explicación, simplemente porque no la hay. Estamos ante un sinnúmero de factores complejos que muestran lo tremendamente intrincado del mundo actual.

Hoy, más de un año y medio después del inicio de la pandemia (al momento de escribir estas líneas), pareciera que el furor mediático del primer momento ha pasado. Ahora está en el tapete, básicamente, el tema de la vacunación y el mirar hacia la post pandemia. Es hacia ahí donde queremos llevar la discusión.

Sin dudas, la economía mundial quedó maltrecha. Pero, como anticipábamos más arriba, no todos los agentes económicos salieron mal parados de esta detención fenomenal de las actividades. La gran masa trabajadora, los asalariados (urbanos, rurales, sub-ocupados) sintieron tremendamente el golpe. Otros actores (los grandes actores de siempre), no. Esto lleva a pensar que la pandemia, más allá de pensar que estuvo pergeñada, lo más probable es que sirva para un rediseño post-pandemia que augura más capitalismo, quizá renovado, pero siempre capitalismo. Por tanto: explotador, basado en la explotación de la mayoría trabajadora, prescindiendo del bienestar general, basado solo en el lucro personal-empresarial. Con una visión pesimista, Helga Zepp-LaRouche pudo decir al respecto:

Con el pretexto de reconstruir la economía mundial después de la pandemia de COVID-19, los principales banqueros privados y multimillonarios pretenden llevar a cabo un “cambio de régimen”, por el cual la política monetaria y fiscal ya no será decidida por los gobiernos elegidos, sino por los bancos centrales privados y los principales actores financieros directamente. En esta fase final de la política neomaltusiana de décadas a favor de los especuladores, consolidarían el control final sobre todas las inversiones y las canalizarían por completo hacia las “tecnologías verdes”, cortando así toda inversión en los sectores productivos de la energía de alta tecnología, la industria, la agricultura y la infraestructura. (…) Si este plan, promovido por el Foro Económico Mundial con una serie de conferencias sobre el “Gran Reseteo”, tiene éxito, significará el fin de las naciones industrializadas del llamado sector avanzado, y la muerte de literalmente millones, y luego miles de millones, de personas en los países en desarrollo.

Con un mínimo de seriedad y aplomo científico, aunque el Informe del NIC arriba citado pueda abrir especulaciones, es imposible afirmar categóricamente que todo esto estuvo organizado por alguien, el cual se beneficiará a mediano plazo. Lo que sí es cierto, es que habrá quien sí saque más provecho de la situación, y quien se verá más perjudicado. Como van las cosas de momento, en consonancia con lo que ha quedado como la versión oficial de los acontecimientos, la cual terminó asumiendo que esto es un fenómeno natural que tocó a toda la humanidad y que no hay mano criminal en el asunto, ciertos grupos de poder (digamos: muchos de los de siempre) saldrán ampliamente beneficiados. En términos generales, desde una lectura clasista del proceso en juego, está más que claro que pequeños grupos de poder harán su negocio, mientras que las grandes mayorías populares de todo el planeta retrocederán en su situación, incluso se empeorarán. Eso, de hecho, ya está sucediendo, y la tendencia pareciera ir hacia su profundización.

En consonancia con la cita de Zepp-LaRouche puede apreciarse que quienes fijan en muy buena medida la arquitectura del mundo -y eso no son las grandes mayorías, aunque se les haga creer que votando cada cierto tiempo “mandan”- están tomando este momento histórico como algo de gran importancia. Si hablan de “Gran Reseteo”, de un gran reinicio, la pregunta es: ¿qué sigue en esta nueva fase?, ¿qué es lo que se va a reiniciar? Esta expresión, metáfora de lo que vendrá, fue propuesta por Carlos, príncipe de Gales y heredero al trono de Gran Bretaña, junto al fundador y coordinador de ese Foro, el empresario y economista alemán Klaus Schwab. “La pandemia representa una rara ventana de oportunidad para reflexionar, reimaginar y reiniciar el mundo”, dice este acaudalado europeo, junto a Terry Malleret en su libro “Covid-19: “El gran reinicio””. Ahora bien: ¿qué será ese tal “reinicio”?

II

En el mencionado informe del NIC de 2008 aparecían como los cuatro desafíos globales que marcarían el futuro cercano: 1) las enfermedades (y ahí está el COVID-19), 2) la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, 3) el cambio climático -odioso eufemismo por decir catástrofe medioambiental provocada por el modo de producción capitalista- y 4) las posibles guerras interestatales (teniendo en cuenta que hay un gran poderío de armas atómicas en el mundo, suficiente para terminar con toda especie viva si se desatara un holocausto termonuclear).

La actual pandemia de coronavirus definitivamente está marcando un parteaguas en la historia. Sin dudas, por la magnitud que ha cobrado el fenómeno, tendrá repercusiones grandes y duraderas. ¿Fin del neoliberalismo? ¿Final del capitalismo? ¿O nuevo capitalismo reforzado? ¿Qué será eso de la tan cacareada “nueva normalidad” post pandemia?

Hay crisis sanitaria, pero mucho más, hay una sistemática, histórica y estructural injusticia en el sistema, que la actual pandemia de COVID-19 permite apreciar en toda su dimensión, de hecho, potenciándola. Jean Ziegler, consultor de organismos internacionales, lo expresa con precisión:

El hambre continúa expandiéndose año a año, cada día mueren 24,000 personas de hambre, y por causas relacionadas con la desnutrición son 100,000, lo que da un total de 35 millones de muertes al año. Cuando según datos de la FAO (Fondo para la Agricultura y la Alimentación de la ONU) en el mundo se producen alimentos para alimentar a 12,000 millones de personas [actualmente somos casi 8,000 millones] (…), cada niño que muere de hambre es un asesinato”.

El COVID-19, con una letalidad de alrededor del 4%, está matando, en promedio, alrededor de 6,000 personas diarias (con una curva epidemiológica que está en su máxima expresión y se estima, con la aparición de las vacunas, lentamente deberá tender a aplanarse), junto a muertes provocadas por otras afecciones que bien podrían evitarse con los cuidados respectivos (enfermedades cuya curva no se aplana; por favor, no olvidar nunca eso en los análisis: ¡curva epidemiológica que hoy no tiende a aplanarse!): los 3,014 que mata cada día la tuberculosis (y, como van las cosas, seguirá matando), o los 2,430 de la hepatitis B, los 2,216 de la neumonía, los 2,110 del VIH-SIDA o los 2,002 de la malaria, de acuerdo a datos de la Organización Mundial de la Salud. Dolencias que, en muchos casos, son “enfermedades de la pobreza”, enfermedades que denotan la falta de atención para las poblaciones. La diferencia de clases, con una clase que lo posee todo (porque explota) y otra que vive en la indigencia (porque es explotada), sigue siendo el núcleo de nuestra organización social. Eso no lo cambió la pandemia. Ni parece que lo pudiera cambiar; al contrario: lo está profundizando. El preconizado “gran reinicio”, ¿cambiará eso?

¿Podría contribuir a transformar esa estructura este germen patógeno que ha matado una considerable cantidad de personas desde su aparición? ¿Por qué lo cambiaría? Para el fin del año 2020, murieron dos millones de seres humanos; en el mismo período de tiempo, por hambre o por causas ligadas al hambre: no menos de 30 millones. (Y como un interesante dato complementario, no olvidar que -según informa la Organización Internacional del Trabajo -OIT- para fines de ese año se registraron casi tres millones de muertes por la siniestralidad laboral; es decir: por condiciones precarias y falta de medidas de seguridad en los diferentes puestos de trabajos). ¿Desde cuándo los gobiernos de derecha, conservadores y neoliberales, que inundan hoy el planeta, incluso con posiciones neofascistas, se preocupan tanto y tan insistentemente de la salud de sus poblaciones? Algo huele raro ahí. ¿Se sacarán ejércitos a las calles, como se ha hecho en tantos puntos del planeta con la actual pandemia, para detener el hambre, imponiendo medidas de corte militar, confinamientos y toques de queda? Obviamente no. No parece que el “gran reinicio” se preocupe mucho por eso, tampoco.

El virus es peligroso, de eso no caben dudas, pero la pandemia ha tenido una repercusión mediática llamativa, que obliga a reflexionar sobre el manejo que se le ha dado. Es cierto que, por sus características, el SARS-CoV-2 es altamente contagioso, más que otros agentes patógenos (cada portador puede transmitirlo a tres o cinco personas, y las nuevas cepas recientemente aparecidas presentan mayor potencial contagioso). Al difundirse con tanta velocidad, la infección puede extenderse a una muy amplia capa de población, y si bien la letalidad no es alta, de no contenerse debidamente, sería muchísima la gente que necesitaría asistencia médica. Dado que los sistemas de salud pública de prácticamente todo el mundo se han venido debilitando en forma creciente con las políticas neoliberales de estas últimas décadas, un aluvión de enfermos los colapsaría en forma catastrófica, como terminó sucediendo en muchísimos países. Si el sector público, desfinanciado como está, no puede contener ese aluvión de pacientes, el sector privado menos aún está en condiciones de afrontarlo. Esa es una explicación del porqué de las medidas restrictivas, tantas y tan contundentes. No es una preocupación por la salud de los pueblos; es un ejercicio de contención de los estallidos sociales por venir.

Sin dudas el sistema capitalista ha hecho del campo de la salud un gran negocio, tremendamente redituable. La privatización de los servicios sanitarios así como el auge impresionante de la medicina asistencial alopática con toda la cohorte de tecnología que impone, y la gran industria de los medicamentos como fondo, resultan hoy una de las grandes actividades comerciales a escala planetaria. Lo cierto es que ese planteamiento, que, por supuesto no repara en lo preventivo, se ha demostrado ineficiente para contener la crisis sanitaria. Por el contrario, los enfoques que han desarrollado países con esquemas socialistas, con Estados que realmente sí velan por la salud de sus poblaciones, han respondido mucho más eficazmente. Al respecto del manejo de la epidemia como tema de salud pública, aunque la corporación mediática internacional (capitalista) lo ignora, no debe dejarse de considerar cómo Cuba, una pequeña isla socialista atacada vilmente por el imperialismo estadounidense, bloqueada sistemáticamente, ha manejado la crisis sanitaria. Son reveladoras en tal sentido las palabras de Sergio Ferrari (datos recogidos al momento de escribir este texto):

Cuba contabiliza 50 veces menos de muertes que Suiza y casi 120 veces menos que Bélgica”, enfatiza el prestigioso oncólogo Franco Cavalli, doctor y catedrático suizo, que entre 2006 y 2008 fue presidente de la Unión Internacional Contra el Cáncer (UICC). En estos últimos 10 meses, la nación caribeña registra 8.233 infecciones y solo 134 decesos para una población de cerca de 12 millones de personas. Lo que representa un impacto de 1.18 muertes por 100 mil habitantes. En tanto su vecina República Dominicana oscila en los 21.92; Alemania -ejemplo europeo por el control de la pandemia-, tiene 19.68; Suiza llega ya a 55.53 y Bélgica a 144.73, siempre por cada 100 mil habitantes.

También el gobierno comunista de China optó clara y decididamente por este modelo preventivo con una voluntad rotunda para conseguir y llevar adelante la estrategia de “erradicación” o “supresión” (COVID cero) del virus con excelentes resultados (una estrategia de supresión con actuaciones similares a China con algunas diferencias fue adoptada por países como Corea del Sur, Singapur, Nueva Zelanda o Vietnam). La estrategia sanitaria de China, que dio como resultado contar con solo 4,634 fallecidos para una población de casi 1,500 millones, se basó en elementos como: el control de la movilidad junto con los confinamientos estrictos a escala de distrito o provincia, “gestión cerrada”, que ha permitido a las autoridades limitar las entradas, salidas y horarios de las zonas afectadas con precisión a escala de edificio o manzana, la temprana trazabilidad de los contagios mediante dispositivos móviles con la utilización de medios humanos para conseguir los controles de temperatura en los espacios públicos (tecnologías 5G), las medidas de prevención individual y las pruebas gratuitas a gran escala con obtención muy rápida de resultados.

El mundo capitalista reaccionó estruendosamente ante la aparición del virus; pero reaccionó de un modo llamativo. Para evitar el colapso total de sus sistemas sanitarios, desarrolló un control epidemiológico estricto pensando desde el inicio en la posterior vacuna. Se preocupó por un elemento que detenía la economía; o, al menos, la detenía en parte. Pero no puede dejar de mencionarse que hay aquí una hipocresía en juego: otras enfermedades que no llegaron a los países capitalistas llamados (tendenciosamente) centrales (Estados Unidos, Europa Occidental) no despertaron similares alarmas. El ébola, la malaria, el zika, son afecciones tan preocupantes como el COVID-19, pero no aparecen en las “zonas de confort” del capitalismo más desarrollado. ¿Quién se interesa, por ejemplo, por el noma? Según la Organización Panamericana de la Salud -OPS/OMS-

El noma, o cancrum oris, es una infección de gangrena de acción rápida que destruye las membranas de moco de los tejidos orales y faciales. Se desconoce la etiología exacta de ello, pero con mayor frecuencia ocurre en los niños “malnutridos” que viven en las áreas con el saneamiento deficiente. El noma no se ha notificado ampliamente en la América Latina y el Caribe, pero aproximadamente 140,000 nuevos casos se diagnostican anualmente. La tasa de mortalidad es cerca de 8.5%. Es sumamente prevalente en África subsahariana”.

Coronavirus: ¿virus de la hipocresía entonces? El manejo que ha recibido la infección de coronavirus no deja de abrir interrogantes. Sin negar que es una enfermedad de cuidado, la comparación de su letalidad con otras afecciones plantea dudas. Considerada en términos biomédicos, no es tan especialmente grave, pues según el grado de letalidad hay afecciones mucho más dañinas: Peste (Yersinia pestis): 100%, peste pulmonar: 100%, VIH-SIDA: 100%, leishmaniasis visceral: 100%, rabia: 100%, viruela hemorrágica: 95%, carbunco: 93%, ébola: 80%, viruela en embarazadas: 65%, MERS (Síndrome respiratorio de Oriente Medio): 45%, fiebre amarilla: 35%, dengue hemorrágico: 26%, malaria: 20%, fiebre tifoidea: 18%, tuberculosis: 15%.

No puede dejarse de recalcarse también, repitiendo lo ya dicho más arriba, que, según la Organización Internacional del Trabajo -OIT-, en el año 2020 a nivel mundial murieron 2,7 millones de trabajadores a causa de accidentes o enfermedades laborales, por lo que hubo más muertes debidas a la siniestralidad laboral que a la pandemia de COVID-19 (alrededor de 2 millones).

Definitivamente ha habido en todo lo que se tejió en torno a la pandemia una exacerbación del miedo. Por como se han dado las cosas, existen muchos elementos que razonablemente llevan a pensar que se está ante una intencionalidad no declarada que excede con creces la preocupación sanitaria. Curiosamente, buena parte de la economía mundial se detuvo; pero no solo por la pandemia, y no todos sufrieron por igual.

III

El sistema capitalista está haciendo agua; la crisis bursátil empezó en diciembre del año 2019, estallando monumentalmente en los primeros meses del 2020. Los movimientos financieros, que dieron lugar a fortunas fabulosas en detrimento de la producción, estallaron, y aunque ello no se publicitó mucho -al contrario: se trató de ocultar- el sistema global entró en una crisis fenomenal. La crisis sanitaria (real, pero definitivamente amplificada en grado sumo) encontró en la crisis económica una justificación perfecta. Al final de la pandemia se tendrá una buena cantidad de muertes; sin embargo, el sistema, con su injusticia estructural, habrá matado muchísima más gente. Como dice el economista belga Erick Toussaint:

Aunque haya una relación innegable entre los dos fenómenos (la crisis bursátil y la pandemia del coronavirus), eso no significa que no es necesario denunciar las explicaciones simplistas y manipuladoras que declaran que la causa es el coronavirus. (…) No solo la crisis financiera estaba latente desde hacía varios años y la prosecución del aumento de precio de los activos financieros constituían un indicador muy claro, sino que, además, una crisis del sector de la producción había comenzado mucho antes de la difusión del COVID, en diciembre de 2019. Antes del cierre de fábricas en China, en enero de 2020 y antes de la crisis bursátil de fines de febrero de 2020. Vimos durante el año 2019 el comienzo de una crisis de superproducción de mercaderías, sobre todo en el sector del automóvil con una caída masiva de ventas de automóviles en China, India, Alemania, Reino Unido y muchos otros países”.

A nivel global no caben dudas que la economía planetaria ha sufrido un golpe a causa de la paralización de las actividades cotidianas. De todos modos, hay que ser muy cautos en el análisis, porque hay marcadas diferencias en la forma en que la crisis toma cuerpo. No todos los sectores económicos se perjudicaron (sí las empresas petroleras, por ejemplo), pero no así la banca, los negocios ligados al ámbito digital, las farmacéuticas. Mientras que el Producto Interno Bruto -PBI- mundial cayó un 4,4% en el año 2020, los gastos militares, por quinto año consecutivo, crecieron. En este caso, un 2,6%. Estados Unidos fue quien registró el alza más grande, con un aumento del 4,4%. Tampoco se dejaron de vender drogas ilegales (que, según estimaciones empíricas, dado los niveles de ansiedad disparados y los encierros forzados, aumentaron su consumo). Mientras el Occidente capitalista está empantanado, China ya se recupera del colapso y vuelve a tener un aumento en su Producto Bruto Interno. Si alguien sale perdiendo en forma estrepitosa ante esta parálisis económica, es la clase trabajadora mundial.

Todas y todos aquellos que laboran en la economía informal (alrededor de dos mil millones de personas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del mundo, el 93% de ellos en el Sur), quienes se ganan así sus vidas en la precariedad, sin leyes sociales que les asistan, sin seguros de salud, librados a su buena suerte, se han visto especialmente perjudicados por la pandemia. Pero también lo están las y los asalariados de todos los países, a quienes se les da una vuelta de tuerca más en su explotación con los forzados reajustes impuestos por el COVID-19. El llamado teletrabajo en que entró buena parte de la población no augura beneficios para quien trabaja; por el contrario, refuerza la posibilidad de la explotación. A partir de esta nueva modalidad (¿esa será la “nueva normalidad”?) las patronales, considerando “colaboradores” a sus “trabajadores”, exigen la infame “milla extra”.

William Robinson lo expresa sin ambages:

Contrario a narraciones prevalecientes, la pandemia de coronavirus no causó la crisis del capitalismo global, ya que ésta ya estaba a las puertas. En vísperas de la pandemia, la tasa de crecimiento en los países de la Unión Europea ya había llegado a cero, en tanto la mayor parte de América Latina y de África Subsahariana ya estuvo en recesión, las tasas de crecimiento en Asia experimentaban un declive notable, y Norteamérica enfrentaba una ralentización económica constante. La situación estaba clara: el mundo tambaleaba hacia crisis. El contagio fue nada más que la chispa que encendió el combustible de una economía global que nunca logró una plena recuperación del colapso financiero de 2008. (…) Los encierros impuestos por los gobiernos por la pandemia sirvieron como pruebas para la forma en que la digitalización podría permitir a los grupos dominantes efectuar una aceleración en el tiempo y en el espacio de la reestructuración capitalista y ejercer un mayor control sobre la clase trabajadora global”.

La crisis de sobreacumulación de productos, al no tener salidas dado que no existe una redistribución equitativa de la riqueza generada, explota finalmente. Eso es lo que siempre ha pasado en el sistema capitalista, y no puede dejar de suceder. De ese modo, ante la creciente polarización social, en el enfrentamiento entre capital y clase trabajadora, la crisis estalla produciéndose estancamientos, recesiones, depresiones y, por tanto -tal como se ha visto durante el 2019, silenciados al inicio de la pandemia en el 2020 pero nuevamente presentes en el 2021- con levantamientos sociales, movilizaciones populares y, finalmente, la posibilidad de nuevas guerras.

Buscar esas relaciones, esas articulaciones entre crisis económico-social y crisis sanitaria no es antojadizo. Esto no presupone, en modo alguno, negar la existencia de la enfermedad, ni mucho menos su peligrosidad. Como cualquier dolencia biomédica, debe ser tratada con todo el rigor científico del caso; la morbi-mortalidad del virus, y más aún la de sus nuevas variantes, no está en discusión. Pero sí vale preguntarse cómo los factores de poder global han venido manejando la cuestión.

Dado que estamos ante un fenómeno sumamente complejo, con infinidad de elementos y variables en juego, no puede haber una explicación única que contemple todas las facetas. Por otro lado, es sabido que procesos de carácter sociopolítico como el presente, que exceden totalmente lo sanitario, conllevan una carga de secretividad de la que los mortales de a pie no sabemos nada. Sin apelar a estas teorías conspirativas con algún talante paranoico que suelen aparecer en momentos como el presente (grupos en las sombras o sectas esotéricas manejando el mundo: los judíos, los masones, los Illuminati, los Rosacruces, etc.), debe reconocerse que hay fuerzas minúsculas que deciden las líneas generales de las políticas globales. La historia de la humanidad se explica en términos de luchas de clases; eso, aunque intentó declarárselo muerto con la caída del Muro de Berlín, sigue presente, y tan al rojo vivo como siempre, y hay pequeños, muy pequeños grupos super poderosos que conducen esa dinámica. “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”, dijo el acaudalado multimillonario estadounidense Warren Buffet (con alrededor de 90,000 millones de dólares de patrimonio). La población, sufragando cada algunos años, no elige nada, más allá de un administrador de turno. Son los miembros más encumbrados de las clases dominantes quienes fijan las políticas generales; los políticos de profesión solo las implementan (gerentes temporales que deben cumplir bien su encargo).

Esos pequeños grupos de poder (cada vez con más poder: económico, político y militar) deciden a puertas cerradas mucho de lo que sucede en nuestro planeta. Eso no significa que todo lo que actualmente vivimos con la pandemia sea una obra arreglada por mentes satánicas, con un guión preestablecido que estamos cumpliendo a cabalidad. Pero sí debe considerarse que el sistema en su conjunto tiene una dirección. La crisis económica actual, que no es solo producto del coronavirus, tiene causas de las que da cuenta, sin apelación a ningún “talante paranoico”, el materialismo histórico.

Ahora bien: esa clase beneficiada, que asienta su riqueza y poderío en el trabajo de enormes mayorías a las que sojuzga, hace lo imposible para mantener sus privilegios. Para ello apela a los mecanismos más sórdidos, más perversos, más sanguinarios llegado el caso. Como sin miramientos lo dijo uno de los más connotados intelectuales orgánicos de esa clase dominante, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, miembro de importantes tanques de pensamiento de Estados Unidos y catedrático en la Universidad Johns Hopkins:

La sociedad será dominada por una elite de personas libres, de valores tradicionales, que no dudarán en realizar sus objetivos mediante técnicas depuradas con las que influirán en el comportamiento del pueblo y controlarán con todo detalle a la sociedad, hasta el punto que llegará a ser posible ejercer una vigilancia casi permanente sobre cada uno de los ciudadanos del planeta. (…) Esta elite buscará todos los medios para lograr sus fines políticos tales como las nuevas técnicas para influenciar el comportamiento de las masas, así como para lograr el control y la sumisión de la sociedad”.

La marcha del mundo tiene una lógica. Lo que hacemos cada día responde en muy buena medida a planes trazados. Esos planes no los establece la mayoría en decisiones populares, en asambleas abiertas. ¡En absoluto! Eso que se nos presenta como democracia es la más artera mentira, manipulada muy eficientemente. Por supuesto que sí, hay formas auténticas de democracia de base, de poder popular donde se deciden las líneas por donde transitará una comunidad. Pero, a todas luces, esas son de momento expresiones muy embrionarias. Solo las experiencias socialistas las han permitido en parte, de ahí que el socialismo siga siendo la única esperanza real de un mundo más justo. Este mito de la democracia parlamentaria actual no es sino eso: mito, ficción, fantasía, burda manipulación.

El orden del mundo no lo decide el “ciudadano” votando cada cierto tiempo. Eso es patéticamente absurdo. Los presidentes -todos, de todos los países- son, en definitiva, empleados de los verdaderos tomadores de decisiones. ¿Quién establece el precio del petróleo, lo que un país debe producir, el inicio de las guerras, el entretenimiento para mantener “felices a los esclavos”? La gente, el ciudadano de a pie, la persona que está leyendo este texto: ¡por supuesto que no! Eso se decide a puertas cerradas entre muy pocas personas en el mundo. En las sociedades de clase, siempre fue así: el rey y su séquito, el faraón, el sumo sacerdote, los mandarines, la gente que maneja el Fondo Monetario Internacional -quienes, a su vez, reciben órdenes superiores- o los que se sientan en un lujoso pent house climatizado con enormes jacuzzis, esos a los que “la plebe” no puede acceder jamás, esos de quienes ni siquiera conocemos sus nombres, esos son los que deciden (¿quiénes son los dueños de la Exxon-Mobil, o de la Coca-Cola Company, del JPMorgan Chase & Company, de la Pfizer?). No se sabe cuándo podrá cambiar eso; lo que sí está por demás de claro, como dijo el francés Honoré de Balzac, es que “todo poder es una conspiración permanente.” Las leyes, lo sabemos, no son justas ni equitativas, y no las deciden las mayorías: “La ley es lo que conviene al más fuerte”, expresó Trasímaco de Calcedonia en el siglo IV antes de nuestra era en la Grecia clásica. “Las leyes están hechas para y por los dominadores, y conceden escasas prerrogativas a los dominados”, dijo Sigmund Freud en 1932.

¿Por qué ahora los Estados, a partir de las políticas neoliberales vigentes en estas últimas décadas, se adelgazaron terriblemente siendo reemplazados por la “beneficencia” de eso que se llama “cooperación internacional”, o sustituidos por grandes mecenas? He ahí una forma de precarizar cada vez más la vida de la clase trabajadora global, para someterla más y más. Los servicios básicos los debe brindar el Estado y no bienhechores magnánimos. Daniel Espinosa informa que:

Los “Silicon Six”, como se conoce a Microsoft, Google, Apple, Facebook, Netflix y Amazon, son expertos en elusión tributaria, una realidad que han sabido ocultar tras su imagen de modernidad, de empresas “cool” (y muchos millones en donaciones “caritativas” a medios de comunicación). De acuerdo con una investigación reciente de Fair Tax Mark, esas seis compañías lograron ahorrarse cerca de 100 mil millones de dólares en impuestos entre 2010 y 2019”.

¿Qué mortal de a pie decidió acabar con los Estados nacionales y precarizar sus servicios básicos: salud, educación, infraestructura, seguridad? ¿Es una elucubración delirante pensar que esa desaparición del estado de bienestar se hizo para explotar más aún a los explotados de siempre?

De lo que se trata es de sustituir la autodeterminación nacional, que se ha practicado durante siglos en el pasado, por la soberanía de una elite de técnicos y de financieros mundiales”, pudo decir el recientemente fallecido David Rockefeller, nieto del legendario John Davison Rockefeller, en su momento la persona más acaudalada del mundo, fundador de la mítica dinastía de banqueros e industriales petroleros de Estados Unidos. “Todo lo que necesitamos es una gran crisis y las naciones aceptarán el Nuevo Orden Mundial”, agregó en su momento, él, que fuera uno de los más grandes conspiradores, arquitecto de la política mundial, factótum de importantes grupos “selectos” que deciden la marcha de la sociedad planetaria, donde no puede llegar “la chusma”, instancias como el Grupo Bilderberg, o la Comisión Trilateral (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), según su propio decir, “altas personalidades” que deciden lo que ha de suceder en la humanidad: “el conjunto de potencias financieras e intelectuales mayor que el mundo haya conocido nunca”. ¿Es ver fantasmas pensar que todo eso existe? El 1% de la población mundial detenta el 50% de la riqueza mundial; y de ese mínimo porcentaje, solo el 0.01% es el que da las órdenes a los presidentes. Decir eso, ¿es ser paranoico?

No es ninguna novedad (no es un delirio paranoico, una voz alucinada) constatar que infinidad de hechos políticos que suceden están dispuestos en oficinas de la más alta secretividad, sin que las poblaciones tengan la más remota idea: Pearl Harbor -que catapultó el ingreso de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial-, el asesinato de Kennedy -para continuar con la guerra de Vietnam a la que él se oponía-, la caída de las Torres Gemelas -que dio como resultado su inicio de la Guerra contra el terrorismo-, las supuestas armas de destrucción masiva en Irak, el ataque a Nicaragua antes de que el sandinismo “invadiera Texas”, el financiamiento de la Ford Motors Company al nazismo alemán en sus inicios -para que invadiera y terminara con la Unión Soviética-, los experimentos sobre la sífilis hechas, sin conocimiento de nadie, con población guatemalteca en la década de 1950, armas bacteriológicas desconocidas por el público, los secretos revelados por la crisis de conciencia del ex espía estadounidense Edward Snowden, y la lista puede continuar interminable. El medicamento cubano Interferón alfa 2B recombinante sirvió para contener la epidemia en China, ¿por qué no se dijo una palabra de eso en el “mundo libre”? ¿Es ser un desubicado psicótico preguntarse el porqué de ese silencio? No son elucubraciones paranoicas, afiebradas visiones conspirativas del mundo, delirios insanos para mandar al manicomio a quien exprese preguntas sobre todo esto.

El sistema capitalista está en un momento especial; por eso decíamos que lo vivido actualmente puede considerarse un parteaguas en la historia: ¿fin del capitalismo o capitalismo renovado y fortalecido?

Seguramente ahora cambiarán cosas, porque terminada la pandemia habrá más muertos y más pobreza. O, al menos, más pobreza para las clases subalternas, eterna e históricamente olvidadas. Tengamos cuidado con las informaciones que circulan y muestran el caos económico generado. Sin dudas, para la clase trabajadora mundial (en la que hay inscribir a las amas de casa, trabajadoras no remuneradas, básicas para el mantenimiento del sistema) todo esto es una pésima noticia, y para muchas pequeñas y medianas empresas también. Ahora bien, de las megaempresas que manejaban el mundo hasta antes de la explosión de la crisis sanitaria, no todas saldrán golpeadas. Las compañías petroleras, como se dijo más arriba, probablemente sí (curiosamente la familia Rockefeller, ícono de la riqueza estadounidense, salió del negocio del oro negro en el 2017. ¿Vamos definitivamente hacia las energías renovables?). Las de alta tecnología, los “Silicon Six” recién mencionadas, no. Al contrario: en este momento, con el encierro forzado de prácticamente toda la población planetaria, el consumo de estos productos se disparó sideralmente. Nunca habían ganado tanto dinero como ahora con la pandemia.

Las fortunas más grandes se van acumulando en estos últimos años en las empresas ligadas a la cibernética, la inteligencia artificial, la informática, la robótica (de las que China, pareciera, ha tomado la delantera sobre el resto del mundo. Evidentemente, su imagen de fabricante de “juguetitos de mala calidad” quedó totalmente atrás). Como ejemplo representativo, el cambio que se ha venido dando en la dinámica económica de la principal potencia capitalista, Estados Unidos: para 1979, una de sus grandes empresas icónicas, la General Motors Company, fabricante de ocho marcas de vehículos, empleaba a un millón de trabajadores -daba trabajo a la mitad de la ciudad de Detroit, de tres millones de habitantes-, con ganancias anuales de 11,000 millones de dólares. Hoy día Microsoft, en Silicon Valley, mientras Detroit languidece como ciudad fantasma con apenas 300 mil pobladores, ocupa 35 mil trabajadores, con ganancias anuales de 14,000 millones de dólares. Valga aclarar que ese gigante del automóvil quebró en el 2009, siendo rescatado por el Estado con inyecciones de capital de más de 50,000 millones de dólares. El capitalismo está cambiando: no se hizo menos explotador, sino que ahora explota de otra manera, con mayor sutileza (el llamado teletrabajo, ¿no es una forma de explotación también?). Y el Estado, como se ve, pese al preconizado neoliberalismo que entroniza a la iniciativa privada, sigue jugando un papel clave para el mantenimiento del sistema, defendiendo siempre al capital en detrimento de la clase trabajadora. Se socializan pérdidas, pero se privatizan ganancias. “El Estado es el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”, dijo Lenin. No se equivocó.

Luego de estos confinamientos forzados, de estas estrategias de control poblacional ayudado por las tecnologías digitales más avanzadas -de las que China parece haber tomado la delantera- vale preguntarse ¿qué sigue?

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(*) El libro “El Antropoceno en Crisis y otras tantas Pandemias y Misceláneas”, está dedicado al estudio del Covid-19. Participan allí numerosos autores de varios países: Atilio Borón (Argentina), Irma Alicia Velásquez (Guatemala), Alicia Castellanos (México), Baljit Banga (Reino Unido), Isabel Hernández (Chile), Miguel Girón (Suiza), Roberto Godoy (Canadá), etc. https://amzn.eu/d/6hzKPaq

 

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Fuente: Recibido por CT: 22-03-2023.

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