«La revolución no se puede hacer desde la pantalla de un teléfono o de una computadora. Hay que retomar lo humano directo»
por Marcelo Colussi/Guatemala
El debate está abierto, pero no queda claro cómo ese mecanismo comercial beneficiaría a los desamparados de la Tierra, pues la acumulación capitalista no termina, ni tampoco la lucha de clases, ni la explotación, ni las jerarquías sociales. Así como tampoco queda claro de qué manera esa propuesta soluciona la depredación monumental del medio ambiente, pues se sigue apostando por un consumismo voraz. El socialismo, hasta donde se sabe, intenta ser un proyecto alternativo a todo eso.
Entre algunas de las propuestas para crear mejores condiciones de vida para las grandes mayorías paupérrimas se ha comenzado a hablar recientemente de “refundación del Estado”.
Ante todo, como punto mínimo, partamos por definir qué es eso del Estado. Ahí sigue siendo absolutamente válida la definición dada por Lenin en 1917 en su texto “El Estado y la revolución: “Producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. En otros términos: es el aparato que sirve para mantener la dominación de clase. En cualquier parte del mundo, en cualquier país capitalista, podrá discutirse mucho sobre el carácter del Estado imperante, pero en cualquier parte se repite siempre la misma función: es el garante de la explotación de una clase sobre otra. Para eso está, no para otra cosa. La provisión de servicios básicos es su responsabilidad, y a veces (en el Norte próspero) eso se cumple. En el Sur eso es una quimera. En el Norte los Estados tienen hasta un 60% de recaudación fiscal sobre el producto interno bruto. En el Sur global, la raquítica carga impositiva a veces no pasa del 10%. Entonces cabe la pregunta: ¿refundarlo? ¿Cómo? ¿Para qué?
Refundarlo significaría algo así como empezarlo de nuevo. Pero ello no es posible, a no ser que haya un verdadero cambio en las relaciones de fuerzas de las clases sociales que caen bajo el paraguas de ese Estado, cosa que no ha sucede si no es con un franco proceso revolucionario. ¿Con qué fuerza real cuentan el campo popular y las propuestas de izquierda para imponer una nueva agenda al Estado tradicional? Si se quiere cambiar algo en términos político-sociales, habrá que pensar en transformaciones reales en la correlación de fuerzas, en las relaciones de poder. Para instaurar el actual sistema capitalista liderado por la burguesía, en 1789 Francia destruyó sin apelaciones la cabeza del feudalismo, en sentido propio y figurado: se hizo una revolución y se instauró algo nuevo. Para cambiar algo realmente hay que hacer eso: destruir lo viejo y construir algo nuevo. Para ir más allá del capitalismo, ¿habrá que “refundar” o habrá que cortar de cuajo algo para que empiece una sociedad nueva? Vale aquí aquel refrán de “para hacer un omelette hay que romper algunos huevos”.
¿Cómo cambiar el sistema actual y construir una alternativa posible? Esa sigue siendo la pregunta. Recordemos una vez más con Lenin que “El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”. No hay, ni puede haber, una evolución natural hacia el socialismo. La superabundancia económica no significa, en modo alguno, que quienes dirigen la sociedad tengan el “buen corazón”, el altruismo espontáneo de querer compartir lo que les sobra. El sujeto actual es -producto del modo de humanización que existe- bastante egoísta. Sobran los ejemplos que lo evidencian: en la pasada epidemia de COVID-19 algunas potencias capitalistas llegaron a almacenar hasta cinco veces más de la cantidad necesaria de vacunas contra el virus, mientras que en el Sur global mucha gente apenas recibió una dosis. Más allá del canto de sirena de la “ayuda” y la cacareada solidaridad de la cooperación internacional, la descarnada realidad nos muestra que aún rige el homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). El socialismo, con todas las lacras que pueda haber mostrado la experiencia real, la que existió hasta ahora, felizmente al menos abre la esperanza de algo nuevo, renovador.
Colateralmente esto lleva a pensar que un cambio real en la sociedad dirigiéndose hacia el socialismo -preámbulo de la futura sociedad sin clases- sería más posible en los países más empobrecidos -tal como ha sucedido-, porque allí existirían redes solidarias en la población más fuertes que en el individualismo hedonista que fomenta el capitalismo desarrollado con su prédica del consumo y el centrarse en el propio metro cuadrado. De todos modos, quede esta idea como una glosa marginal.
La organización popular, la organización de eso que llamamos masa humana, ya sea en el centro de trabajo -fábrica, oficina, plantación-, de estudio, en la comunidad en que se habita, o en todo espacio donde haya grupos humanos que se sientan dañados/aplastados/sojuzgados por el sistema, continúa siendo el camino para preparar el cambio hacia una perspectiva postcapitalista. Recorrer ese camino parece lógico, y debería ser sencillo: los explotados y sojuzgados deberían reaccionar contra su opresor. Aunque eso pareciera lo más lógico, la realidad muestra otra cosa, y la posibilidad de un cambio profundo se dificulta hoy en un grado sumo. Ganan más seguidores las iglesias fundamentalistas o las propuestas neofascistas -en el Norte y en el Sur- que un discurso socialista, un discurso que enfatice la contradicción de clases. Influencers con mensajes banales, individualistas y apologizando el consumo hedonista tienen más impacto que llamado a la organización popular y revolucionaria. El miedo visceral al comunismo que se implantó en los pueblos no es fácil -quizá imposible- de revertir. Pero ahí, en ese escenario adverso, es que las fuerzas de izquierda deben actuar.
Se dice que las izquierdas viven dividiéndose, fragmentándose. En la derecha -aunque es muy amplio, demasiado quizá, decir “la derecha”, pero dejemoslo así de momento- también sucede, en cuanto a sutilezas ideológicas o posicionamientos político-partidarios. En realidad, sucede en todo grupo humano. Son tan de derecha, es decir: defensores de las democracias de mercado, o del capitalismo a secas mejor dicho, tanto los neonazis de cualquier parte del mundo como los jeques árabes, los terratenientes centroamericanos como los escandinavos socialcristianos, o los industriales japoneses de partidos que apoyan al emperador como los partidos políticos europeos que adversan a las monarquías medievales. Medianos productores del agro o banqueros dueños de fabulosos fondos de inversión pueden tener proyectos distintos. Claro que existen diferencias entre todos estos estamentos, sin dudas, matices, muy importantes a veces. Pero sin embargo, como clase social, eso que llamamos “derecha”, en momentos críticos se une monolíticamente. Y “momentos críticos” significa toda afrenta que se le pueda hacer a su situación de privilegio. Cuando siente que “los de abajo” reaccionan y protestan, se convierte en un solo cuerpo, más allá de diferencias circunstanciales. Sin dudas, la clase poseedora tiene mucho, muchísimo que perder. El pobrerío, la clase trabajadora mundial, los oprimidos históricamente “no tienen nada que perder, más que sus cadenas”, como cierra el Manifiesto Comunista de 1848, completamente vigente al día de hoy.
Si es cierto, entonces, que en la izquierda aparecen con mucha (demasiada) frecuencia peleas y divisiones, grupos militantes que se fraccionan, se fragmentan evidenciando luchas de egos, de personalidades, debe enfocarse la cuestión con una óptica que vaya más allá del enojo, la consternación o el regaño respecto a ese proceder. Si tanto sucede, en la izquierda como en la derecha, en las cámaras empresariales o en los grupos revolucionarios armados, en el Vaticano o el consejo barrial, la reflexión obligada nos muestra que ahí encontramos una condición humana.
Recuérdese lo que decíamos sobre la construcción del sujeto humano, sobre la agresividad constitutiva: “Basta decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto donde se limita la aseveración de sí [en otros términos: indicarle que no es la cosita más linda del mundo, porque no hay tal cosita máxima, salvo para su madre] para que surja la agresividad” (Bleichmar).
Quizá empezando a construir ese sujeto de otra forma -esa es la esperanza que abre el socialismo- se llegue a algo nuevo. La petición de un “hombre nuevo” como hecho voluntario, como gesto de abnegación -la experiencia lo muestra palmariamente-no llega muy lejos. Esas continuas luchas de poder y demostraciones de “egos inflados” no son patrimonio ni de derechas ni de izquierdas: son expresión de la forma en que se desenvuelve lo humano. O, más exactamente dicho, del humano que conocemos hoy. Podemos esperar algo distinto en un futuro, si se supera de una buena vez aquello de “tanto tienes, tanto vales”, donde el “tener” no es solo posesiones materiales, sino sabiduría, coraje, posición política correcta. Los empresarios compiten para ver quién tiene más dinero acumulado; ¿los comunistas para ver quién es “más” comunista, “más” revolucionario?
Lo patético hoy día, en esta coyuntura que abarca a la totalidad del planeta, es que ese pensamiento de derecha, conservador, defensor acérrimo del sistema, puede encontrárselo no solo en quien detenta una gran propiedad (empresario, banquero, hacendado) sino en alguien del llano, oprimido por el sistema y no propietario de nada, salvo de su fuerza de trabajo: la señora de barrio, el capo de una banda de narcotráfico -empresario al fin, aunque sea un delincuente dadas las reglas de juego actuales-, el ranflero de una clica (jefe de una célula de una temible pandilla juvenil, o mara), el honesto ciudadano que apoya al presidente Nayib Bukele en El Salvador porque terminó con las pandillas (85% de aceptación con el voto popular en las elecciones), el sindicalista corrupto cooptado por la patronal, Homero Simpson -representante por antonomasia del trabajador medio de Estados Unidos, despreocupado del mundo e interesado solo en el partido de baseball y en tener cerveza en la refrigeradora-.
Recordemos lo dicho por Scalabrini Ortiz: la ignorancia de Homero, supina e inocente ignorancia, está planificada por fuerzas nada ignorantes. Como dijera mordazmente el cineasta español Pedro Almodóvar: “Nueve de cada diez estrellas son de derecha”. El pensamiento dominante es de derecha, preparado por la fenomenal y muy bien estructurada parafernalia mediática del sistema. “La ideología dominante es la ideología de la clase dominante”, alertaban ya hace casi dos siglos Marx y Engels. Eso no ha cambiado un ápice; por el contrario, se ha fortalecido a niveles impresionantes.
Entrado el siglo XXI, luego de la reversión, o al menos congelamiento / empantanamiento de los procesos socialistas, puede verse, no sin estupor, que el pensamiento de derecha, conservador, anticomunista, va ganando lugar en muchos puntos del planeta. Ya no son las élites las que lo levantan sino grandes masas populares. Equivocados, manipulados o asustados, lo cierto es que son los mismos pueblos los que eligen a conservadores ultraderechosos como Silvio Berlusconi, Donald Trump, Giorgia Meloni, Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Sebastián Piñera, Iván Duque, Viktor Orbán, casi a Marie Le Pen, o le dan su apoyo a Javier Milei [o Gabriel Boric, agregado del Editor CT] alguien más cercano a un payaso de circo que a un presidente.
Lo que parecía un cercano horizonte socialista hacia los 70 del siglo XX, en el inicio del XXI muestra, en todo caso, una involución hacia posiciones neofascistas. Las posiciones antiaborto, homofóbicas y racistas se afianzan. Un espíritu neonazi recorre Europa, donde en el momento de escribir este panfletito solo cinco países presentan gobiernos libres de partidos de ultraderecha: Irlanda, Malta, Luxemburgo, Croacia y Rumania. En todos los otros, “cultos” y “desarrollados” exponentes del “jardín florido”, como decía algún presuntuoso funcionario, numerosos grupos neofascistas ocupan escaños en los Congresos, creciendo siempre. En Chile la población, después de multitudinarias movilizaciones que hicieron tambalear al presidente de turno demandando terminar la vieja Constitución pinochetista, en el referéndum ad hoc vota contra las reformas introducidas. ¿Es “tonta” la gente que, gustosamente pareciera, le abre las puertas de par en par a su verdugo? ¿Qué pasó que el comunismo es la peor mala palabra que se pueda concebir? La derecha sabe hacer muy bien su trabajo.
No hay ninguna duda que la dificultad de cambiar las cosas no está solo en la represión policíaco-militar, los guardianes armados del sistema (trabajadores pobres uniformados -muy bien trabajados ideológicamente- que atacan a pobres sin uniforme y con hambre para defender a ricos que miran satisfechos la escena, sin uniforme y sin hambre, o más aún: desperdiciando comida). Eso, lo sabemos en forma creciente, es la forma en que el sistema se resguarda. Ahí están siempre a la orden y bien dispuestos los agentes antidisturbios, policías antimotines siempre listos para contener manifestaciones haciendo uso de un arsenal especialmente preparado para estos casos, como los gases lacrimógenos o el gas pimienta, cañones de agua, armas caloríferas que no dañan la piel pero producen terribles dolores con lesiones en los órganos internos, técnicas de amedrantamiento como el disparo de balas de goma hacia los ojos, y un largo etcétera que el desarrollo científico-técnico pone a disposición del mantenimiento del sistema (de la “libertad” y la “democracia”, dirá el cínico discurso dominante).
“América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”,
pudo decir sin ambages el por entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, en una Comisión de Urgencia de la Cámara de Representantes, ante “la preocupante situación de Chile” del 2019 con masivas protestas populares.
Y si la protesta sube de intensidad, siguen estando vigentes las técnicas más horrorosas que se usaron años atrás para detener “el ataque comunista”, tales como la desaparición forzada de personas, las torturas, las cárceles clandestinas, los asesinatos selectivos, los grupos paramilitares (escuadrones de la muerte), las masacres siempre silenciadas por la prensa, el terror como arma de contención. El sistema se defiende a cualquier costo, siendo esos momentos sangrientos los que permiten ver que el discurso de defensa de los derechos humanos no es más que una acomodación política circunstancial. La dificultad en cambiar las cosas está en las cabezas, en la ideología, en la despolitización y el giro hacia la derecha que se ha venido dando en estos últimos años.
Suele decirse que la izquierda no sabe bien qué hacer ante esto, luego del golpe fabuloso que resultó la desaparición de los socialismos reales, achacándole a su “mal accionar” la pauperización y derechización que vivimos. Decir eso es darle demasiada, excesiva importancia a lo que pueden hacer las fuerzas de izquierda. Si el mundo está como está, ello se debe no a que las izquierdas no saben reaccionar ante tanta adversidad -lo cual es cierto- sino a que los poderes supranacionales que dirigen los destinos de la humanidad han decidido evitar cualquier avance hacia el socialismo, hacia escenarios que le cercenen sus prerrogativas como clase dominante.
Si quizá con aire altanero se puede decir que “la izquierda está desconcertada y no sabe qué hacer”, habría que preguntarle a quien lo formula qué propone entonces. Los planes neoliberales que vivimos hoy son una clara demostración de esa avanzada, habiendo hecho perder numerosas conquistas históricas, quitándole la iniciativa a las propuestas transformadoras. Como válvula de escape, permite ciertas reivindicaciones, sin la menor duda importantes -como dijimos: lucha contra el patriarcado, contra cualquier tipo de discriminación, en defensa del medio ambiente sano-, pero siempre separadas una de otra, con lo que no tocan al sistema en su conjunto, y dejando el factor de explotación económica siempre de lado. A lo sumo, como discurso “políticamente correcto” -lo que se dice en el marco de la cooperación internacional y las tecno-burocracias que la sustentan- se debe luchar “contra la pobreza”, pero no contra las causas que la provocan.
Llegados a este punto, seguramente el lector esperará una respuesta concisa de cómo lograr caminar hacia el socialismo. Lamentablemente no hay respuesta precisa, exacta. No hay manual. Al menos este modesto escrito, como ya se anticipó, no da esas pistas -porque reconocemos que no las tenemos-. Podríamos atrevernos a decir que no hay ni puede haber manual. Si este texto sirve como llamado esperanzado a seguir buscando esas pistas, si contribuye, en el mejor de los casos, como aliento para esa tarea, nos damos por satisfechos.
Aunque en verdad “Hoy por hoy, nadie sabe exactamente qué es realmente una estrategia anticapitalista”, no podemos quedarnos en la lamentación. Marx y Engels tampoco lo sabían. Marx pudo hipotetizar la dictadura del proletariado a partir de la experiencia concreta de poder popular (democracia de base, directa, participativa) de un acontecimiento tan fabuloso como fue el primer gobierno obrero de la historia en la capital francesa en 1871, rápidamente barrido a sangre y fuego por la clase dominante. También pudo hipotetizar que no solo el proletariado industrial urbano puede ser un fermento revolucionario, sino también el campesinado, tal como lo vio posible en la Rusia zarista, intuición que quedó validada con la posterior revolución de 1917.
Con esto queremos significar que no hay nada escrito con seguridad, no existen protocolos que aseguren cómo hacer la revolución. Lo que sucedió en Nicaragua, por ejemplo, donde la población en la calle con palos y machetes, más la conducción del Frente Sandinista, desalojó a la guardia somocista, no es lo mismo que lo que aconteció en China, con una larga marcha que duró años, interrumpida por la Segunda Guerra Mundial, y que posicionó al Partido Comunista como la innegable vanguardia política de los millones de oprimidos del país.
No hay manual ni puede haberlo, pero sí hay conceptos básicos con los que intentar trazar la ruta:
- Necesidad de una conducción en las luchas. Aunque le tengamos miedo a la palabra “vanguardia”, es evidente que la explosión popular espontánea no llega lejos. Es gloriosa, heroica, marca el camino, pero por sí sola no puede transformar la sociedad. Solo un grupo que se pone a la cabeza de ese monumental descontento popular puede encauzar la lucha para llegar a lo que se busca: la revolución anticapitalista. Una vanguardia -intelectual o guerrillera- sin conexión con las masas movilizadas, no es revolución socialista.
“¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces esa minoría es, en esencia, el partido [revolucionario]”,
decía Lenin en 1920 en un discurso sobre el papel del Partido Comunista. Ahora bien: ¿quién forma ese partido, vanguardia, elemento de conducción o como quiera llamársele? Gente que tiene una firme convicción en el ideario socialista, gente con sólida preparación ideológico-política y con una ética de la solidaridad a toda prueba. Obviamente, ningún “político” de cualquier partido de la democracia restringida que presenta el capitalismo cumple con estos requisitos. Ellos son simples operadores del capital, sus gerentes, sus administradores, o capataces de finca, en general con apetencias personales de egolatría y de enriquecimiento, que repiten -¿por qué no habrían de hacerlo?- todos los valores de la sociedad capitalista: autoritarismo, jerarquización, patriarcado, racismo, individualismo.
- Necesidad de un proyecto claro y definido. La lucha debe tener necesariamente claridad de hacia dónde debe dirigirse, con instrumentos conceptuales fuertes que orienten con exactitud. Con todas las revisiones necesarias de las pasadas experiencias socialistas habidas, el materialismo histórico sigue siendo el faro que permite orientar ese potencial transformador. No debe olvidarse nunca que el materialismo histórico es una ciencia, y por tanto, como toda actividad científica, debe seguir obligadamente desarrollándose, cuestionándose, ampliándose. Solo el estudio minucioso y acucioso de las nuevas realidades que fueron abriéndose en los siglos XX y XXI, desconocidas por los clásicos del siglo XIX, puede ayudar a abrir los caminos del cambio. Repetir dogmas no sirve; eso es un credo religioso. Un proyecto transformador debe adecuarse a las realidades concretas, las cuales están siempre en evolución; por tanto, los proyectos revolucionarios imponen un continuo estudio de la situación, apelando a todos los saberes de que se pueda disponer. La pirotecnia verbal con aire revolucionario no pasa de politiquería, de charlatanería. La política comunista se debe basar en una actitud científica, autocrítica y continuamente sopesada.
- Trabajo de organización en las bases. La revolución socialista es producto del movimiento de las masas populares; de ahí que acuerdos cupulares, aunque suenen progresistas, o procesos de democracia burguesa, no pueden transformar las cosas a profundidad. El problema es que las masas habitualmente están desorganizadas, siguen su vida cotidiana en la pura lucha por la sobrevivencia, manipuladas en forma creciente por el aparato ideológico-cultural del sistema que trabaja para adormecerles su potencial transformador. Ante eso, el trabajo de organización popular es enorme, y ahí valen infinidad de abordajes: trabajo sindical, formación política continua con miembros de las organizaciones populares y con toda la población que se pueda, información y divulgación por todos los medios posibles, trabajo político con jóvenes, organización barrial, trabajo de penetración en las fuerzas armadas, y todo un largo etcétera que dependerá de cada circunstancia particular.
Si los grupos neoevangélicos lo pueden hacer -en pocos años en Latinoamérica, a partir de la estrategia estadounidense del Documento de Santa Fe II igualaron la cantidad de fieles que tiene la iglesia católica- ¿por qué no puede hacer ese trabajo de hormiga la izquierda? Por supuesto no para lograr “feligreses” para la iglesia sino para evidenciar lo que la ideología capitalista oculta. Desenmascarar lo enmascarado, fomentar una nueva visión de la realidad social en las bases, denunciar las injusticias. Solo los pueblos organizados podrán avanzar hacia nuevos modelos de sociedad. Desorganizados como nos tiene el sistema, seguiremos siendo eternamente presas fáciles de la manipulación.
- Trabajo en lo presencial abandonando la virtualidad. En los últimos tiempos, potenciado ello en forma exponencial a partir de los encierros a que forzó la pandemia de COVID-19, el mundo de lo virtual se fue imponiendo. Ello, sin dudas, trae beneficios en innumerables campos, pero también dificulta el contacto social, el vínculo humano directo. En concreto, y en lo que a nosotros respecta: en la organización popular. La revolución no se puede hacer desde la pantalla de un teléfono o de una computadora. Hay que retomar lo humano directo; la gente en la calle es imprescindible para que la calle no calle en su clamor y avance hasta tomar el poder, pudiendo transformar así la sociedad. La virtualidad puede ser un poderoso instrumento, un aliado en la lucha; de eso no cabe la más mínima duda, debe ser utilizada de la manera más inteligente posible. Pero no es la realidad a la que se debe apuntar. Aunque el mundo que el capitalismo va delineando en forma acelerada con robótica e inteligencia artificial se impone, sigue siendo lo más importante la gente de carne y hueso, con sus deseos, temores, apetencias y ansiedades.
- Alianzas inteligentes. La búsqueda de caminos para lograr una ruptura con el capitalismo impone un arduo trabajo de fina orfebrería. Ningún grupo político, por más preparado que esté, puede erigirse en vanguardia única que conduzca un proceso revolucionario. En el camino deben establecerse contactos, alianzas, encuentros con diversos sectores que pueden ir abriendo brecha. La presunción de ser “la” fuerza esclarecida no lleva muy lejos, porque abre la posibilidad de interminables peleas con similares grupos convencidos también de ser “la” verdadera fuerza que empuja el cambio. En paralelo, esa actitud no prepara el camino para una ética solidaria, abierta a la confraternización, tal como preconiza el ideario socialista. La humildad en ese sentido debe ser un elemento capital que permita el crecimiento de fuerzas que propiciarán la insurrección popular.
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33
Parte IV y final (leer parte III aquí)
Fuente: Recibido por CT 02-07-2024
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