Mundo en reversa: la marcha de la modernidad capitalista. Parte I.

Estamos retrocediendo: ¿hacia el tecnofeudalismo? ¿Afianzamiento del neonazismo? ¿Qué nos espera?

por Marcelo Colussi/desde Guatemala.

Si usted es un extranjero criminal que está considerando ingresar ilegalmente a Estados Unidos, ni siquiera lo piense.” (Kristi Noem, Secretaria del Departamento de Seguridad Nacional).

I

El psicoanalista francés Jacques Lacan dijo alguna vez que en lo humano “no hay progreso”. Hay que entender contextualizada la expresión: sin dudas, hay avances en el saber consciente, en la forma en que nos relacionamos con el medio ambiente a través de nuestra tecnología (enormes avances, definitivamente), pero en los aspectos subjetivos (el plano psicológico, se podría decir), por más “progreso” material que tengamos, siempre hay una falta, algo que no termina de cerrar, una incompletud. En otros términos: un malestar. Si el multimillonario lo tiene todo, ¿para qué desea seguir buscando amasar más fortuna? Si estamos bien con nuestra pareja oficial, ¿por qué existe la figura del amantazgo? Una obra fundamental de Freud toca estos temas, y lleva por título justamente “El malestar en la cultura”. Para decirlo rápidamente: siempre hay una insatisfacción, un malestar, un conflicto intrínseco a lo humano que no se puede llenar con nada material. La fantasía de la inmortalidad nos convoca.

Como siempre falta algo, es por eso que deseamos, buscamos interminablemente algo que nos colme, pero que nunca terminamos de encontrar (porque no existe ese objeto final que completa lo que falta). En ese sentido, no hay un progreso constatable en la dinámica psicológica humana. Desde el ancestral Homo habilis de dos millones y medio de años atrás hasta el actual Homo sapiens sapiens de las avanzadas sociedades tecnotrónicas en que vivimos hoy (mundo digital, ciber-sociedades), una cuota de malestar (angustia, ansiedad, tensión) siempre está presente. Más allá de antojadizas y muy discutibles mediciones que circulan por allí, no existe la sociedad “más feliz del mundo”. Ni puede existir.

El uso y abuso de sustancias psicoactivas que nos alejan temporalmente de la cruda realidad, o el suicidio (alrededor de 2,000 personas diarias a nivel global) nos alertan de ese malestar intrínseco, que no puede remediar ningún psicofármaco. Pero junto a ello, por supuesto que sí hay mejoramiento en las condiciones generales de vida. No solo en las materiales; también en las relaciones sociales, interpersonales, en la forma en que se organizan las sociedades. Hay un proceso civilizatorio que regula cada vez más la vida en sociedad, quitándole espacio a la violencia descarnada, permitiendo vínculos amparados por el derecho. No es obligatorio amarnos (eso es una petición imposible de cumplir), pero sí respetarnos.

Sigue habiendo machismo, y mucho, pero ya no existe el mítico cinturón de castidad medieval, y muchos países cuentan con legislaciones anti patriarcales (leyes contra el femicidio, por ejemplo). Sigue habiendo explotación inmisericorde de quienes trabajan (trabajo asalariado actual), pero ya no hay esclavos encadenados y vendidos en subastas públicas. Y si los hay (30 millones en el planeta declara la Organización Internacional del Trabajo -OIT-), ello constituye un delito. Sigue existiendo un bochornoso racismo, pero tenemos numerosos tratados e instrumentos legales que lo prohíben y castigan. La homofobia continúa campeando en el mundo, pero en muchos sitios se acepta ya legalmente el matrimonio igualitario, por cierto autorizado a criar hijos.

Continúan las guerras, pero existen legislaciones que las regulan, estableciéndose límites (Convenios de Ginebra, por ejemplo, base del derecho internacional humanitario: no se puede atacar a un enemigo herido, o cuando se rinde). Siguen dándose sangrientos espectáculos de enfrentamiento violento con público que, enardecido, contempla y aplaude, pero ya no existen los gladiadores del circo romano cuya vida dependía de la voluntad del emperador (pulgar arriba o abajo) sino que se dan peleas de box con reglamentos estrictos, guantes y protectores bucales, donde nadie muere. La población discapacitada, o la vejez, no quedan libradas a su suerte, sino que existen mecanismos sociales para darle cabida y la pertinente atención. El mensajero portador de malas noticias no es asesinado, ni se arrojan los niños nacidos defectuosos al río o a un precipicio, y aunque en la misa católica se come simbólicamente el cuerpo de Cristo en cada hostia consagrada, ya no hay prácticas antropofágicas ni sacrificios humanos. Eso es parte de una historia pretérita. ¿Hemos progresado?

En otros términos, si bien siempre anida un malestar constitutivo en la subjetividad humana (por eso hay síntoma neurótico, o delirio psicótico, o transgresiones asociales varias), paulatinamente se va dando un proceso civilizatorio que mejora las condiciones de vida en el ámbito social. La especie humana, lentamente, pareciera que va “civilizándose” más, alejándose de la crueldad de la fuerza bruta. Aunque, preciso es decirlo, ahí sigue estando el arsenal nuclear que nos recuerda que el primitivo de las cavernas aún no se extinguió del todo. ¿Tendrá razón Freud cuando habla de una pulsión de muerte, una fuerza autodestructiva que nos lleva al exterminio masivo? Los tambores de guerra que anuncian un probable holocausto nuclear no dejan de sonar el día de hoy. “El mejor medio para evitar una guerra nuclear [total] es estar listo a librar una de carácter limitado [por lo que] Estados Unidos está dispuesto a realizar operaciones nucleares eficaces y limitadas”, expresó Elbridge Colby, coautor de la Estrategia de Defensa Nacional del Pentágono. Todo indica que, en las condiciones actuales, nadie oprimirá el primer botón nuclear. Pero nunca se sabe…

Del mismo modo, podría acabarnos como especie la catástrofe ecológica que vivimos o, según los más agoreros, la inteligencia artificial, que terminaría siendo más inteligente que el ser humano, y quizá inteligentemente destruyéndonos (porque ve el peligro que constituimos para el planeta y las otras especies vivas).

II

Las decisiones fundamentales de la humanidad se siguen tomando entre unos pocos ultra poderosos y a puertas cerradas. Pero se ha avanzado algo, al menos formalmente, en las formas políticas: hoy existe ese raro engendro llamado “democracia”, donde se hace creer a las grandes masas que elige algo con su ritual de emitir un voto cada cierto tiempo. Por supuesto que no eligen nada: ¿quién decide las guerras, el precio de los alimentos o del petróleo, los proyectos nacionales de los Estados modernos? Pero se ha creado una ilusión -efectiva en cierto modo- que deja atrás el absolutismo monárquico, la disposición inapelable del mandatario plenipotenciario legado supuestamente por los dioses, las decisiones arbitrarias de un tirano autoritario. El modo de producción capitalista, más teóricamente que en la realidad efectiva, permite que cualquiera pueda devenir rico. Es sabido que eso sucede muy raramente -la excepción confirma la regla-, pero se ha ido más lejos que el esclavismo, que los sistemas despótico-tributarios o que el feudalismo que signaron nuestra antigüedad. Ahora no manda el faraón, el emperador o el sumo sacerdote; manda el capital (que no es sino “trabajo acumulado”), y cualquiera, dadas las circunstancias, puede acumularlo. Eso no depende de designios divinos; ya no hay “sangre azul”. ¿Se podría anotar eso como un “progreso” en la humanidad? Contextualizándolo, quizá sí. Los cambios en lo humano son insufriblemente lentos: el capitalismo más avanzado del mundo, el de Estados Unidos, en muy buena medida se hizo con trabajo esclavo (población negra llevada encadenada desde el África).

En la modernidad capitalista, surgida hace no menos de cinco siglos en Europa, hoy totalmente globalizada, la masa trabajadora, a través de interminables luchas, ha ido obteniendo importantes conquistas que hacen la vida menos agobiante: jornada de ocho horas de trabajo, seguros de salud, vacaciones pagas, licencia por maternidad, derecho a la jubilación, prevención de la siniestralidad, seguros de desempleo, indemnizaciones. Llamaremos a eso entonces: progreso social.

Esos avances (a los que podremos decirles “progreso” sin temor a equivocarnos) fueron arrancados a la fuerza, con ríos de sangre en muchos casos, a la clase dominante, a los detentadores del capital. Y esa masa de trabajadoras y trabajadores, a partir de los ideales socialistas surgidos en la segunda mitad del siglo XIX, fueron ganando batallas para llegar a construir los primeros Estados obrero-campesinos. Esa marea de luchas creció, y esos ideales fueron el faro que inspiró todos esos avances sociales durante el siglo XX. Pero los dueños del capital reaccionaron; fue así que para los años 70 del pasado siglo aparecen los planes neoliberales que, además de potenciar en forma exponencial la riqueza de los ya ricos y hundir más aún en la pobreza a los ya pobres, sirvieron para postrar a la clase trabajadora mundial con políticas perversas, absolutamente antipopulares. Dicho rápidamente: esos proyectos sirvieron para poner un alto a la construcción de alternativas anti-capitalistas.

Esa clase trabajadora, con sus propias dinámicas y estilos en cada país, entrado ya el siglo XXI se muestra desarmada, sin un proyecto transformador efectivo, despolitizada, totalmente manipulada y amordazada por los dueños del capital. En tal sentido es muy pertinente la descripción que hace de ella el brasileño Henrique Canary: “La clase trabajadora clásica (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía -y con ella la clase trabajadora- se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son vagos, sobre todo los empleados públicos, que son privilegiados y no quieren trabajar”. En resumidas cuentas: la clase dominante ha logrado, por ahora, torcerle el brazo a la gran masa trabajadora mundial. La frase de ese ícono del neoliberalismo que fuera la británica Margaret Thatcher es lapidaria y marca los tiempos actuales: “No hay alternativa”. O capitalismo… ¡o capitalismo!

Habrá que seguir buscando esas alternativas superadoras en el actual mar de desesperanza y bloqueo a las iniciativas liberadoras con que nos encontramos. Hoy los caminos se ven difíciles para el campo popular, pero no hay ninguna duda que la historia no ha terminado, contrariando el grito triunfal del capitalismo proferido por Fukuyama cuando se desintegra el bloque socialista europeo. Las penurias y malestares continúan, más allá de ese malestar intrínseco a la subjetividad humana del que nos habla el psicoanálisis. Lo patético para el campo popular es que, por una compleja sumatoria de causas (crisis del sistema capitalista global, secuelas de los años de neoliberalismo y entronización del “sálvese quien pueda” individualista, interrupción de los procesos socialistas y falta de proyectos transformadores de impacto, nuevas tecnologías que van prescindiendo de la mano humana, guerra mediático-cultural-ideológica llevada a niveles ultra refinados por la clase dominante), la misma masa trabajadora, el mismo pobrerío por siempre excluido, en estos últimos años termina apoyando proyectos reaccionarios, conservadores, de extrema derecha, quizá sin saber lo que está apoyando. Aunque parezca mentira (¿síndrome de Estocolmo?), el pobrerío vota en las urnas por sus propios verdugos, y se va creando un clima general de intolerancia contra cualquier cosa que se muestre distinta a lo puesto como normal. Puesto, claro está, por el discurso dominante, que moldea la opinión pública. “La ideología dominante es siempre la ideología de la clase dominante”, dirán Marx y Engels. Nunca más oportuna que ahora la expresión.

Fin Primera Parte.

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Fuente: Recibido por CT 22-02-2025.


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